Conclusiones: Viena 24 años después
Entre la grandiosidad imperial y la búsqueda de autenticidad
Regresar a una ciudad después de más de dos décadas es siempre un ejercicio complejo de memoria, nostalgia y redescubrimiento. Viena, con su carga imperial y su perfección arquitectónica, planteaba un reto particular: ¿había evolucionado la ciudad o había evolucionado mi forma de viajar? Después de tres días intensos, la respuesta es que probablemente habían cambiado ambas cosas, aunque no necesariamente en la dirección que esperaba.
Una máquina perfecta para el turismo masivo #
Lo primero que llama la atención al regresar a Viena es cómo se ha adaptado perfectamente al turismo de masas del siglo XXI. Todo funciona con esa eficiencia centroeuropea que convierte cualquier trámite en una experiencia fluida: desde el transporte público que opera las 24 horas hasta las aplicaciones de delivery que te traen una pizza al hotel a las dos de la madrugada. Esta evolución facilita enormemente la experiencia del viajero, pero tiene un coste en términos de autenticidad. Viena se ha convertido en una ciudad excesivamente preparada para el turismo, donde cada rincón parece diseñado para ser fotografiado.
Especialmente llamativa era la presencia masiva de turistas españoles, algo que no recordaba de mi primera visita. Viena se ha convertido en uno de los destinos europeos preferidos por nuestros compatriotas, lo que facilita aspectos prácticos pero reduce considerablemente esa sensación de exotismo y descubrimiento que uno busca cuando viaja por Europa.
El peso de la perfección imperial #
La arquitectura vienesa sigue siendo objetivamente impresionante, pero después de tres días recorriendo tanta grandiosidad surge una reflexión inevitable: ¿puede una ciudad ser demasiado bella, demasiado perfecta? Viena sufre el peso de su propia perfección imperial. Todo es tan grandioso, tan bien conservado, tan fotogénico, que a veces parece más un museo al aire libre que una ciudad viva.
Esta grandilocuencia constante, lejos de impresionar, a veces termina generando saturación estética. Cuando todo es excepcional, nada termina siendo realmente especial. Es el paradójico problema de las ciudades demasiado perfectas: su misma perfección las convierte en algo ligeramente artificial.
El descubrimiento del Danubio auténtico #
Si tuviera que destacar un momento especial de estos tres días, sería aquel paseo inesperado junto al canal. Ese error de navegación que nos llevó a la Henriette-Willardt-Promenade se convirtió en el momento más auténtico del viaje. Descubrir esa Viena natural y tranquila, libre de turistas y parafernalia comercial, fue como encontrar el alma verdadera de la ciudad detrás de tanta fachada imperial.
Caminar al atardecer por un sendero agreste en pleno corazón de una gran capital europea, cruzándose únicamente con corredores locales, fue un balón de oxígeno después de tanto turismo intensivo. La Viena del canal nocturno, con sus bares relajados y su ambiente cosmopolita sin imposturas, era mucho más seductora que toda la grandiosidad del centro histórico.
La paradoja del turista satisfecho pero no enamorado #
El balance final es el de una experiencia completa pero no transformadora. Habíamos tenido un viaje objetivamente exitoso: una ciudad hermosa, bien organizada, sin problemas logísticos. Pero ninguno de los dos sentía esa conexión emocional profunda que convierte un viaje en una experiencia verdaderamente memorable.
Viena es una ciudad que se respeta, se admira, se aprecia, pero que no necesariamente se ama. Es demasiado perfecta para generar pasión, demasiado previsible para crear adicción. Su eficiencia es admirable pero contribuye a esa sensación de artificialidad: todo funciona tan bien que a veces parece que ha perdido esa imperfección humana que hace que los lugares sean memorables.
Lecciones aprendidas #
Este regreso a Viena me enseñó que las segundas oportunidades no siempre confirman las primeras impresiones, pero tampoco las contradicen necesariamente. Mi percepción había evolucionado y se había matizado, pero la conclusión fundamental seguía siendo similar: Viena es una ciudad objetivamente magnífica que no termina de conquistar mi corazón subjetivo.
Me alegraba haber vuelto a visitar Viena después de tantos años, porque me había permitido tener una visión más completa de la capital austriaca. Había confirmado recuerdos, descubierto facetas nuevas, y entendido mejor tanto las virtudes como las limitaciones de una de las ciudades más famosas de Europa.
Pero tampoco era una ciudad que me hubiera robado el corazón. Viena había cumplido perfectamente su papel: una introducción magnífica a la grandiosidad imperial centroeuropea. Ahora tocaba poner rumbo hacia Bratislava, una capital menos pulida, menos turística, menos perfecta. A veces, la imperfección puede ser mucho más seductora que toda la grandiosidad del mundo.

Juanjo Marcos
Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.
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