El síndrome de Casandra viajera
Cuando percibes el destino de un lugar antes que los demás
Existe una sensación particular que los viajeros experimentados conocemos bien: ese momento en que pisas un rincón del mundo y, mientras todos a tu alrededor se maravillan por su autenticidad o belleza, tú percibes los sutiles indicios de lo que está por venir.
Como aquella profetisa de la mitología griega condenada a predecir el futuro sin que nadie la creyera, quienes llevamos décadas recorriendo el mundo desarrollamos una especie de sexto sentido para detectar las señales de transformación en los destinos que visitamos. Es lo que he decidido llamar "el síndrome de Casandra viajera".
Los primeros síntomas que solo nosotros vemos #
Recuerdo vívidamente mi visita a Causeway Bay en Hong Kong, allá por 2009. Entre los rascacielos y centros comerciales, aún flotaban las tradicionales barcas-casa, vestigios de un modo de vida centenario que ya entonces se encontraba en retroceso. Mientras los turistas las fotografiaban como una curiosidad pintoresca, yo sentía en el estómago esa familiar sensación: estaba presenciando los últimos días de algo que pronto desaparecería. Efectivamente, años después me confirmaron que prácticamente todas se han esfumado, devoradas por el implacable desarrollo urbano.
Los signos suelen ser sutiles pero inconfundibles para el ojo entrenado: el primer hotel boutique que abre en un barrio tradicionalmente obrero; el restaurante que adapta la cocina local para paladares internacionales; la tienda de productos artesanales que sustituye al ferretero de toda la vida. En mis viajes por ciudades tan diversas como Praga, Estambul o Kioto, he visto este mismo patrón repetirse con sorprendente fidelidad, como si siguiera un guion preestablecido.
Nuestra maldición no es solo identificar estos indicadores, sino entender con claridad el proceso completo que desencadenarán. Sabemos que tras ese primer hotel vendrán cinco más, que los precios se duplicarán en tres años, y que eventualmente, la autenticidad que atrajo a los primeros visitantes se diluirá hasta desaparecer.
El inevitable ciclo de vida de los destinos turísticos #
Todo lugar turístico parece seguir un ciclo predecible, casi como si siguiera leyes naturales. Primero llegan los viajeros aventureros, aquellos que buscan lo auténtico y lo diferente. Luego aparece algún reportaje en una revista especializada o un influencer descubre el lugar. Las infraestructuras empiezan a mejorar para acomodar a los visitantes y, con el tiempo, lo que era un destino único se convierte en un producto más del mercado turístico global.
Málaga representa para mí un caso de estudio perfecto de esta transformación. Cuando la visité por primera vez hace tres décadas, era principalmente una ciudad de paso hacia los destinos costeros, con su centro histórico algo descuidado y una oferta cultural limitada. En mi ultima visita he sido testigo de su metamorfosis: la apertura del Museo Picasso, la regeneración del puerto, la proliferación de hoteles boutique y restaurantes de autor... Hoy, Málaga es indudablemente una ciudad más atractiva, limpia e internacional, pero también menos auténtica. Las antiguas tascas han dado paso a bares de tapas para turistas y muchos vecinos del centro histórico han sido desplazados por apartamentos vacacionales.
Lo más fascinante de este síndrome es observar cómo este proceso se repite constantemente, con ligeras variaciones, pero con resultados similares. Lo he visto en las estrechas calles de Florencia, en los barrios históricos de Praga, en los mercados tradicionales de Tokio. La globalización del turismo parece seguir un patrón universal que, una vez iniciado, resulta prácticamente imposible de revertir.
La perspectiva del observador silencioso #
A diferencia de Casandra, quien advertía desesperadamente sobre el futuro funesto de Troya, yo he aprendido a asumir el papel de observador silencioso. No es mi lugar interferir en el desarrollo natural de los lugares que visito, ni pretendo tener la solución a las complejas dinámicas que transforman estos destinos. Prefiero documentar lo que veo, registrar los cambios y reflexionar sobre el significado más amplio de estas transformaciones.
En mis recorridos por barrios como el Soho de Londres, he experimentado esa mezcla de fascinación y melancolía al contemplar cómo evolucionan. No puedo evitar sentir cierta nostalgia por lo que se pierde, pero también reconozco que el cambio es inevitable y que cada generación de viajeros vivirá su propia versión de estos lugares.
Esta posición de testigo me ha permitido apreciar matices que quizás pasarían desapercibidos para otros. Por ejemplo, durante mi visita a Estambul, pude observar cómo barrios enteros estaban pasando de ser zonas residenciales tradicionales a convertirse en epicentros de la vida nocturna y el turismo. Los vecinos que antes se sentaban a la puerta de sus casas han sido reemplazados por turistas tomando selfies, mientras que las antiguas tiendas de ultramarinos ahora venden souvenirs.
Casos extremos y contraejemplos #
Aunque no llegué a conocerla personalmente, la historia de Kowloon Walled City en Hong Kong siempre me ha fascinado como ejemplo extremo de transformación urbana. Esta ciudad dentro de una ciudad, un laberinto anárquico de edificios interconectados donde vivían miles de personas, desapareció completamente en 1994 para dar paso a un parque ordenado y aséptico. Si bien su desaparición no fue causada por el turismo sino por decisiones gubernamentales, representa un caso paradigmático de cómo un espacio único y auténtico, por problemático que fuera, puede ser borrado del mapa y sustituido por algo completamente diferente, perdiendo en el proceso una parte irreemplazable de la identidad de un lugar.
En el extremo opuesto encontramos casos como el de Skopje en Macedonia del Norte. Durante mi visita, pude contemplar los resultados del ambicioso proyecto "Skopje 2014", un intento del gobierno por reinventar la identidad de la ciudad mediante estatuas monumentales y edificios de estilo neoclásico. Paradójicamente, este esfuerzo por crear una ciudad más atractiva para el turismo no ha funcionado como se esperaba. La transformación resultó demasiado artificial, demasiado obvia en sus intenciones, y no ha conseguido atraer los flujos turísticos deseados. Es un fascinante contraejemplo de cómo la autenticidad no puede fabricarse de la noche a la mañana.
La sabiduría de apreciar el presente #
Con los años, he aprendido a transformar mi "síndrome de Casandra" en una especie de sabiduría práctica. En lugar de lamentarme por lo que inevitablemente cambiará, me concentro en apreciar plenamente el presente de cada lugar que visito. Cuando recorro las calles de ciudades como Venecia, Kioto o Ámsterdam, intento capturar no solo imágenes, sino también sensaciones, olores, sonidos y encuentros que conforman la esencia efímera del lugar en ese momento específico.
Durante mi visita a Hallstatt, ese pequeño pueblo austríaco que se ha convertido en víctima de su propia belleza y popularidad en Instagram, me esforcé por encontrar los rincones menos transitados y los momentos de calma entre oleadas de excursionistas. A primera hora de la mañana, cuando los autobuses turísticos aún no habían llegado, pude experimentar por unos instantes la tranquilidad que debió caracterizar al pueblo durante siglos.
Esta actitud me ha permitido disfrutar incluso de lugares masificados como la Sagrada Familia en Barcelona o la Torre Eiffel en París. Siempre hay un ángulo menos conocido, una hora menos concurrida o una perspectiva diferente que nos conecta con la esencia original del lugar, aunque sea brevemente.
El privilegio de la memoria comparativa #
Una ventaja de nuestro síndrome de Casandra es que atesoramos recuerdos de lugares tal como eran antes de su transformación. Conservamos imágenes mentales de calles sin franquicias internacionales, de conversaciones con ancianos que mantenían vivas tradiciones centenarias, o de paisajes sin infraestructuras turísticas.
En mi visita a Praga pude intuir su transformación de una ciudad postsocialista algo gris pero auténtica, a un destino turístico europeo de primer orden. Recuerdo con nitidez caminar por el Puente de Carlos al amanecer prácticamente solo, algo impensable en la actualidad.
Lo mismo podría decir de Lisboa que, desde mi primera visita en la década de los 90, he visto metamorfosearse desde una capital algo decaída pero llena de carácter, a un destino de moda para nómadas digitales y turistas en busca de autenticidad. El Barrio Alto y Alfama, que antes eran zonas residenciales donde resonaba el fado en pequeñas tascas frecuentadas por locales, ahora están dominados por alojamientos turísticos y restaurantes con menús traducidos a cinco idiomas.
Estos recuerdos son un privilegio, pero también una responsabilidad. No sirven para alimentar una nostalgia estéril o un elitismo viajero ("yo lo conocí cuando era auténtico"), sino para documentar y compartir la diversidad cultural del mundo, que se homogeniza a pasos agigantados.
La sabiduría de aceptar el cambio constante #
Si algo me han enseñado mis viajes es que el cambio es la única constante. Desde los rascacielos de Hong Kong hasta los canales de Ámsterdam, desde los templos de Kioto hasta las plazas de Roma, todos los lugares que visitamos son organismos vivos que evolucionan, para bien o para mal.
En el tranquilo pueblo costero de Ohrid, en Macedonia del Norte, pude percibir durante mi visita los claros indicios de lo que probablemente será una transformación turística en los próximos años. Pequeños hoteles boutique comenzaban a aparecer junto al lago, mientras algunos restaurantes adaptaban sus menús para satisfacer gustos internacionales. Me encontré observando estos detalles con mi habitual mezcla de fascinación y melancolía, consciente de estar presenciando el inicio de un ciclo que he visto completarse en tantos otros lugares.
Quizás la verdadera sabiduría consista en aceptar que los lugares, como las personas, tienen su propio camino. No nos corresponde decidir cómo deben desarrollarse, aunque podamos sentir nostalgia por lo que se pierde en el proceso. El síndrome de Casandra viajera nos hace testigos privilegiados de transformaciones que otros no perciben, pero también nos invita a reflexionar sobre nuestro propio papel en ellas.
Al final, viajar no se trata solo de coleccionar destinos, sino de entender los complejos procesos que dan forma al mundo. Y si bien puedo lamentar la pérdida de autenticidad en muchos lugares que he visitado a lo largo de los años, también celebro la resistencia y adaptación de las comunidades que encuentran su propio camino en un mundo globalizado.
Tal vez nuestro verdadero privilegio no sea predecir el futuro de los destinos, sino haber experimentado su presente con plena conciencia, sabiendo valorar cada momento auténtico como el regalo que realmente es.

Juanjo Marcos
Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.
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