Durante nuestra escapada a Nueva York en octubre de 2005, habíamos planificado ver varios musicales en Broadway. Después de todo, es una de esas experiencias que defines como imprescindibles cuando visitas la Gran Manzana. Entre las opciones que barajábamos, mi compañero de viaje se decidió por Sweeney Todd en el Eugene O'Neill Theatre, atraído por la reputación de la obra y especialmente por tener a Patti LuPone en el reparto.
Lo que no sabía entonces es que me enfrentaba a una versión completamente reimaginada por el director británico John Doyle, muy alejada de lo que uno espera encontrar en una producción de Broadway. Y debo confesar sin tapujos: odié cada minuto de esas dos horas y media.
Cuando el minimalismo traiciona las expectativas #
Mi principal problema con esta producción no fue necesariamente la calidad artística de la propuesta, sino la sensación de engaño que experimenté desde que se alzó el telón. Cuando compras una entrada para ver un musical en Broadway, tienes ciertas expectativas legítimas. Esperas un espectáculo grandioso, escenarios que te dejen sin aliento, vestuarios deslumbrantes, una orquesta en condiciones y un elenco numeroso que llene el escenario de vida y color.
En lugar de eso, me encontré con algo que parecía más apropiado para un teatro experimental de off-Broadway: un escenario prácticamente vacío, con apenas unas tablas de madera como decorado, diez actores que además de interpretar tocaban sus propios instrumentos, y una estética tan despojada que rozaba la austeridad monacal.
La propuesta de Doyle consistía en presentar la historia como una especie de recreación mental en un hospital psiquiátrico, con los actores vestidos con ropas contemporáneas en tonos grises y negros. Visualmente, resultaba deprimente y claustrofóbico, muy lejos de la suntuosidad victoriana que cabría esperar de una historia ambientada en el Londres del siglo XIX.
El experimento de los actores-músicos #
Una de las decisiones más controvertidas de esta producción fue convertir a todos los intérpretes en músicos, obligándolos a tocar instrumentos mientras cantaban y actuaban. En teoría, la idea podría haber resultado interesante como experimento teatral. En la práctica, se convirtió en una distracción constante que restaba fuerza tanto a las interpretaciones como a la música.
Ver a la protagonista tocando una tuba mientras intentaba interpretar su papel tenía algo de ridículo que, lejos de resultar innovador, parecía más bien un número de circo. Los momentos que se suponía que debían ser románticos perdían toda credibilidad al ver a los actores más pendientes de sus instrumentos que de transmitir emociones.
La música, que debería haber sido el punto fuerte de cualquier musical, sonaba pobre y desangelada. Los momentos que imagino deberían haberte puesto la piel de gallina quedaban reducidos a un acompañamiento que no levantaba pasiones.
El jetlag y otros síntomas de aburrimiento #
Debo admitir, con cierta vergüenza, que durante el segundo acto el jetlag hizo mella en mí y me quedé dormido en mi butaca durante varios minutos. Es cierto que llevaba apenas dos días en Nueva York y el cambio de horario pasaba factura, pero estoy convencido de que si la obra hubiera logrado captar mi atención, habría resistido sin problemas hasta el final.
No fue el único espectador que mostró signos de inquietud. A mi alrededor, varias personas consultaban discretamente sus relojes, y durante el descanso escuché más de una conversación donde se cuestionaba si la segunda parte mejoraría respecto a la primera. Lamentablemente, no fue así.
Una traición al espíritu de Broadway #
Lo que más me molestó de esta experiencia no fue tanto la propuesta artística en sí misma, sino la sensación de que se había traicionado el espíritu de lo que significa ir al teatro en Broadway. Cuando decides invertir tu tiempo y dinero en una de estas producciones, especialmente siendo turista, buscas ese factor "wow" que solo puede ofrecerte el teatro musical estadounidense en su máximo esplendor.
Broadway se ha construido sobre la premisa del gran espectáculo, de la experiencia inmersiva que te transporte a otro mundo durante unas horas. Esta versión minimalista de Sweeney Todd, por muy respetable que fuera desde el punto de vista experimental, pertenecía más bien al ámbito del teatro de cámara o a las producciones independientes de off-Broadway.
Si hubiera sabido de antemano que me enfrentaba a una reinterpretación tan radical de la obra, probablemente habría elegido otra opción. No porque esté en contra de la experimentación teatral, sino porque esperaba algo muy diferente para mi noche en Broadway.
La sombra de la producción original #
Aunque nunca llegué a ver la producción original de Harold Prince de 1979, todo lo que había leído sobre ella me hacía imaginar un espectáculo mucho más grandioso y teatral. Con un reparto de más de 25 personas en escenario y una orquesta completa en el foso, aquella versión representaba el tipo de experiencia que uno busca en Broadway.
Esta nueva versión, despojada de toda pompa y circunstancia, puede que fuera más fiel al espíritu inquietante de la historia, pero carecía completamente del magnetismo escénico que convierte una buena obra en una experiencia memorable.
Reflexiones posteriores #
Con el tiempo, y después de leer diversas críticas y opiniones sobre esta producción, he llegado a entender que John Doyle tenía una visión muy específica y que su propuesta encontró tanto defensores apasionados como detractores furibundos. Algunos críticos elogiaron la valentía de despojar la obra de sus adornos para centrarse en la esencia de la historia y la música de Sondheim.
Sin embargo, como espectador ocasional que busca en el teatro una experiencia de entretenimiento y emoción, esta versión de Sweeney Todd falló estrepitosamente en cumplir mis expectativas. Fue una lección valiosa sobre la importancia de informarse bien antes de elegir qué ver en Broadway, especialmente cuando se trata de reposiciones que pueden diferir sustancialmente de las producciones originales.
Al final, mi noche en el Eugene O'Neill Theatre se convirtió en una de esas experiencias que recuerdas más por la decepción que causaron que por el disfrute que proporcionaron. Una pena, porque Nueva York tiene mucho que ofrecer en materia teatral, y esta no fue precisamente la mejor carta de presentación de la que consideran la capital mundial del teatro musical.
Nota: La imagen de portada es ilustrativa y no corresponde a la producción específica del musical que se reseña en este artículo, ya que no dispongo de fotografías de dicha representación.

Juanjo Marcos
Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.
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