El viernes 17 de enero amaneció con esa mezcla de sensaciones que caracteriza a los últimos días de viaje: la satisfacción de haber completado el programa previsto, el cansancio acumulado de cinco días intensos, y esa melancolía particular que produce el final de una experiencia que, independientemente de sus circunstancias, ha supuesto una ruptura con la rutina cotidiana.
Despedida matutina de Lisboa #
La mañana del último día transcurrió con esa eficiencia práctica que imponen los horarios de vuelo. Organizar el equipaje, resolver los últimos detalles del hotel, y emprender el camino hacia el aeropuerto eran tareas que marcaban definitivamente el final del paréntesis lisboeta y el regreso a la realidad cotidiana.
El trayecto en metro desde el hotel hasta el aeropuerto funcionaba como una despedida gradual de la ciudad. Pasar por las estaciones que habíamos utilizado durante los días anteriores, reconocer los paisajes urbanos que ya formaban parte de nuestra geografía mental del viaje, era una forma de ir cerrando mentalmente la experiencia.
Lisboa se despedía con la misma amabilidad discreta con que nos había recibido cinco días antes. No había gran espectacularidad en esta despedida, sino más bien esa sensación de haber compartido unos días con una ciudad que no juzga a sus visitantes y que se limita a ofrecer lo mejor de sí misma sin pedir nada a cambio.
El vuelo de regreso: procesando la experiencia #
El vuelo Easyjet de las 10:50 salió puntual, cumpliendo con esa eficiencia funcional que había caracterizado todo el aspecto logístico del viaje. Durante las dos horas y media de vuelo hacia Bilbao tuve la oportunidad de procesar tranquilamente todo lo vivido durante estos cinco días.
Desde la ventanilla del avión, Lisboa se alejaba gradualmente hasta convertirse en una mancha urbana junto al río, luego en una abstracción geográfica, y finalmente en un recuerdo. Era el proceso habitual de cualquier regreso, pero en este caso tenía una carga emocional particular debido a las circunstancias personales que habían rodeado el viaje.
El paisaje que se desplegaba bajo el avión durante el vuelo hacia el norte recordaba la diversidad geográfica de la península ibérica, pero también funcionaba como metáfora del trayecto emocional que había supuesto este viaje. Alejarse de Lisboa significaba regresar a los problemas cotidianos que habíamos dejado temporalmente en suspenso.
Aterrizaje en Bilbao: vuelta a la realidad #
Aterrizar en Bilbao a las 13:25 suponía regresar no solo geográficamente sino también emocionalmente al punto de partida. El contraste entre el clima atlántico de Lisboa y el ambiente más crudo del País Vasco funcionaba como recordatorio físico de que la escapada había terminado y que era momento de enfrentarse de nuevo a la realidad cotidiana.
El aeropuerto de Loiu, familiar y funcional, carecía por completo de la exotismo que habíamos respirado durante cinco días en territorio portugués. Era el regreso a la normalidad, con todo lo que eso implicaba tanto en términos prácticos como emocionales.
El trayecto desde el aeropuerto hasta casa completaba definitivamente el círculo del viaje. En pocas horas, Lisboa había pasado de ser una realidad física inmediata a convertirse en un conjunto de recuerdos y sensaciones que acompañarían durante mucho tiempo la memoria de estos días.
Balance de una experiencia compleja #
Ahora, varios meses después de aquel viaje, y con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, puedo hacer un balance más objetivo de lo que significó aquella escapada a Lisboa. No fue, desde luego, uno de mis mejores viajes, pero tampoco uno de los peores. Fue, simplemente, un viaje necesario en un momento complicado de mi vida.
Las tensiones de pareja que habíamos llevado en el equipaje no desaparecieron mágicamente por el hecho de cambiar de escenario, pero tampoco empeoraron de forma dramática. Lisboa funcionó como un territorio neutral donde ambos pudimos mantener una tregua temporal que hizo tolerable la convivencia durante cinco días. No era poco, considerando las circunstancias.
Desde el punto de vista puramente viajero, Lisboa cumplió con creces las expectativas. La ciudad demostró tener suficiente sustancia histórica, cultural y paisajística como para justificar una visita de cinco días. Los contrastes entre la Lisboa histórica y la moderna, entre el centro urbano y las excursiones a Sintra y Belém, proporcionaron variedad suficiente para mantener el interés durante toda la estancia.
Lo que funcionó y lo que no #
El aspecto logístico del viaje funcionó perfectamente. Los vuelos con Easyjet cumplieron horarios y expectativas, el Hotel Miraparque resultó funcional y bien ubicado, y el sistema de transporte público lisboeta se mostró eficiente y económico. No hubo sorpresas desagradables ni complicaciones que añadieran estrés a un viaje que ya llevaba suficiente carga emocional propia.
Las decisiones gastronómicas, orientadas más hacia la practicidad y el ahorro que hacia la exploración culinaria, fueron coherentes con el estado de ánimo del momento. No era el viaje para grandes descubrimientos gastronómicos, sino para mantenerse en una zona de confort que no añadiera complicaciones innecesarias.
La elección de combinar días dedicados a Lisboa con excursiones a Sintra y Belém resultó acertada. Esta variedad de experiencias ayudó a mantener ocupada la mente y a crear suficientes estímulos como para que el viaje cumpliera su función de distracción temporal de los problemas personales.
Lecciones de un reencuentro #
Volver a Lisboa quince años después de mi primera visita durante la Expo '98 fue una experiencia reveladora en varios sentidos. La ciudad había evolucionado notablemente, incorporando modernidad sin perder su esencia histórica. El Parque de las Naciones era el ejemplo más claro de esta transformación exitosa, pero todo Lisboa reflejaba esa capacidad de reinventarse manteniendo su identidad.
Esta capacidad de evolución de la ciudad tenía, en aquel momento de mi vida, un valor simbólico que iba más allá del puro turismo. Ver cómo Lisboa había sabido integrar su pasado con las exigencias del presente ofrecía perspectivas valiosas sobre la posibilidad de los cambios positivos, algo especialmente relevante en un momento personal de transición.
La hospitalidad discreta de Lisboa, su escala humana, y esa melancolía atlántica que caracteriza a la ciudad funcionaron como bálsamo para un estado de ánimo que necesitaba más comprensión que excitación. Era el tipo de ciudad que no juzga a sus visitantes y que permite a cada uno vivir su experiencia al ritmo que necesita.
Perspectivas desde el presente #
Escribiendo este diario varios meses después, y sabiendo ya que la relación de pareja que motivó indirectamente el viaje terminó en abril de 2014, puedo valorar aquellos días de Lisboa como lo que realmente fueron: una tregua necesaria antes de tomar decisiones importantes.
El viaje no resolvió problemas de fondo, pero proporcionó el espacio mental necesario para procesar emociones y ganar perspectiva sobre una situación personal complicada. A veces los viajes tienen esa función terapéutica que va más allá del puro disfrute turístico, y Lisboa cumplió perfectamente ese papel.
Queda la satisfacción de haber redescubierto una ciudad que merecía esa segunda oportunidad, y la certeza de que Portugal tiene suficientes atractivos como para justificar futuras visitas en circunstancias más favorables. Lisboa demostró ser una ciudad capaz de acoger cualquier estado de ánimo y ofrecer experiencias valiosas independientemente de las circunstancias personales del visitante.
El valor de los viajes imperfectos #
Este viaje a Lisboa me enseñó que no todos los viajes tienen que ser perfectos para ser valiosos. A veces las experiencias más enriquecedoras son precisamente aquellas que se desarrollan en circunstancias complejas y que obligan a desarrollar recursos emocionales que en situaciones ideales no serían necesarios.
Lisboa quedará en mi memoria no como el escenario de unas vacaciones perfectas, sino como el lugar donde aprendí que es posible mantener la curiosidad y la capacidad de asombro incluso en los momentos más complicados de la vida. Era una lección que el tiempo posterior se encargaría de confirmar como especialmente valiosa.
Al final, los 345 euros de los vuelos y el hotel resultaron una inversión modesta para una experiencia que proporcionó mucho más que cinco días de turismo. Fue un viaje que ayudó a procesar un momento de transición personal y que dejó la puerta abierta a futuras redescubiertas de Lisboa en circunstancias más favorables.

Juanjo Marcos
Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.
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