Skip to main content

Epílogo: Cuando los viajes se convierten en puntos de inflexión

Reflexiones sobre cómo un recorrido por Aquitania marcó el inicio de una nueva etapa

Epílogo: Cuando los viajes se convierten en puntos de inflexión

Han pasado ya varios años desde aquel viaje por el suroeste francés que, paradójicamente, marcaría tanto el final de una etapa como el comienzo de otra en mi vida. Con la perspectiva que solo el tiempo puede otorgar, hoy puedo reflexionar con mayor serenidad sobre cómo aquella experiencia, aparentemente turística, se convirtió en un catalizador para decisiones trascendentales.

El contraste entre belleza exterior y tormenta interior #

Una de las experiencias más peculiares de aquel viaje fue el constante contraste entre la indudable belleza de los lugares visitados y mi turbulenta situación emocional. Las calles doradas de Sarlat, la elegancia de Burdeos o el encanto vasco-francés de San Juan de Luz parecían conspirar para subrayar, por contraste, lo deteriorada que estaba mi relación de 16 años.

Existe una extraña ironía en contemplar lugares de extraordinaria belleza mientras se vive un momento personalmente difícil. La mente registra simultáneamente la admiración por un paisaje, un monumento o una obra de arte, y el dolor de la situación personal. Esta dualidad crea recuerdos peculiarmente matizados, donde la apreciación estética queda inevitablemente teñida por el estado emocional.

Con el tiempo, he aprendido que este fenómeno no es tan inusual. Muchos viajeros experimentan momentos de crisis personal precisamente durante sus desplazamientos, como si la distancia física de lo cotidiano facilitara una perspectiva más clara sobre los problemas y decisiones pendientes. El filósofo Alain de Botton lo expresa magníficamente en "El arte de viajar" cuando sugiere que, a veces, viajamos no tanto para descubrir nuevos lugares sino para descubrirnos a nosotros mismos desde ángulos inéditos.

El viaje como catalizador de decisiones postergadas #

Mirando atrás, comprendo que aquel recorrido por Aquitania no provocó nuestra ruptura; simplemente aceleró una decisión que ambos veníamos postergando durante demasiado tiempo. El viaje actuó como catalizador, precipitando un final que, en otras circunstancias, quizás habríamos seguido retrasando por meses o incluso años.

Hay algo en la experiencia viajera que nos despoja de nuestras rutinas y mecanismos habituales de evasión. Fuera de nuestro entorno cotidiano, sin las distracciones familiares del trabajo, las obligaciones sociales o las pequeñas tareas que llenan nuestros días, quedamos más expuestos a nuestras verdades incómodas. Un viaje compartido intensifica esta experiencia: la convivencia constante, sin las válvulas de escape habituales, puede hacer aflorar tensiones latentes que en casa conseguimos mantener bajo control.

En nuestro caso, tres días de convivencia ininterrumpida, compartiendo habitaciones de hotel, comidas, visitas y largos trayectos en coche, pusieron de manifiesto lo que ya sabíamos pero no nos atrevíamos a verbalizar: nuestra relación había llegado a su fin. La belleza de los lugares visitados, lejos de servir como bálsamo para nuestros problemas, actuó como un espejo que reflejaba crudamente lo que habíamos perdido: la capacidad de disfrutar juntos, de compartir emociones, de construir recuerdos positivos.

La geografía emocional de los lugares #

Uno de los fenómenos más curiosos relacionados con los viajes es cómo los lugares quedan marcados en nuestra memoria no solo por sus características físicas o culturales, sino por las emociones que experimentamos en ellos. Creamos así una suerte de "geografía emocional" personal, donde cada destino queda asociado a un momento vital concreto.

Durante años, la mención de Périgueux o Sarlat evocaba en mí no solo imágenes de catedral bizantina o calles medievales, sino también la opresiva sensación de un final anunciado. Sin embargo, con el paso del tiempo, he conseguido separar gradualmente ambas memorias: la del lugar físico con sus cualidades objetivas y la de mi situación personal en aquel momento.

Este proceso de "purificación" del recuerdo ha sido lento pero liberador. Hoy puedo evocar la belleza de aquellos lugares sin que queden automáticamente manchados por el dolor personal. Más aún, he llegado a apreciar cómo incluso en aquellos momentos difíciles, mi sensibilidad viajera seguía activa, registrando detalles, sabores, paisajes e impresiones que han permanecido en mi memoria a pesar del contexto adverso.

El símbolo final: cuando la mecánica reflejó la relación #

La avería del coche al regresar a Bilbao permanece en mi memoria como la metáfora perfecta de lo que estábamos viviendo. Después de un largo recorrido, el vehículo simplemente se negó a continuar, como si hubiera agotado sus últimas reservas de energía. La bomba de gasolina estropeada simbolizaba precisamente lo que nos sucedía: el combustible emocional que había alimentado nuestra relación durante 16 años se había agotado definitivamente.

Esperar la grúa en la plaza de Arriquibar, en silencio, mientras la noche caía sobre Bilbao, fue quizás el momento en que ambos aceptamos tácitamente lo inevitable. Como el coche, nuestra relación necesitaba más que una simple reparación; había llegado al final de su vida útil y era momento de asumirlo.

La sincronicidad de este evento podría parecer excesivamente literaria, casi como si la realidad hubiera decidido subrayar con un signo inequívoco lo que estábamos experimentando. Sin embargo, estas coincidencias significativas suceden con más frecuencia de lo que solemos admitir, especialmente en momentos de crisis o transformación personal.

La transformación del recuerdo con el tiempo #

Una de las lecciones más valiosas que he extraído de esta experiencia es cómo el tiempo transforma los recuerdos, incluso aquellos inicialmente dolorosos. Cuando rememoro aquel viaje hoy, varios años después, las emociones negativas han perdido gran parte de su intensidad, permitiéndome recuperar aspectos positivos que en su momento quedaron ensombrecidos.

Ahora recuerdo con nitidez detalles que había olvidado: la luz dorada del atardecer sobre las piedras de Sarlat, el sabor intenso de un Bergerac tinto en una terraza junto a los viñedos, la brisa marina en el paseo marítimo de San Juan de Luz... Estas memorias sensoriales han sobrevivido al naufragio emocional, emergiendo gradualmente a medida que el dolor se diluía.

Esta transformación del recuerdo no implica reescribir la historia o negar lo sucedido, sino integrar la experiencia completa —con sus luces y sombras— en la narrativa de nuestra vida. Los viajes, como episodios concentrados de experiencia vital, nos ofrecen esta oportunidad de integración de manera particularmente intensa.

El viaje como metáfora del cambio personal #

Si algo define esencialmente la experiencia viajera es el concepto de transformación: nos desplazamos en el espacio para, en cierto modo, convertirnos en personas ligeramente diferentes. Salimos de casa con una identidad y regresamos con otra sutilmente modificada por lo vivido, lo visto, lo sentido durante el trayecto.

En este sentido, aquel recorrido por Aquitania fue un viaje en múltiples dimensiones: geográfica, cultural, gastronómica y, sobre todo, emocional y vital. Supuso no solo el descubrimiento de rincones extraordinarios del suroeste francés, sino también un viaje interior hacia una verdad personal que necesitaba ser reconocida y aceptada.

Las decisiones que tomé tras regresar —poner fin definitivamente a mi relación e iniciar una nueva etapa vital— fueron directamente influenciadas por la claridad que aquel viaje me proporcionó. La distancia geográfica facilitó una distancia emocional que me permitió ver con mayor nitidez lo que ya no funcionaba, lo que no tenía reparación posible.

Lecciones para futuros viajeros en crisis #

Para quienes puedan encontrarse en situaciones similares —atravesando un viaje en medio de una crisis personal o relacional— me atrevería a ofrecer algunas reflexiones nacidas de mi propia experiencia:

El valor retrospectivo de los viajes difíciles #

Con la perspectiva que me han dado estos años, puedo afirmar que aquel viaje por Aquitania, a pesar de —o quizás precisamente por— las circunstancias dolorosas que lo rodearon, ha adquirido un valor incalculable en mi narrativa personal. Funciona como un punto de inflexión claramente identificable, un antes y después que marcó el inicio de una nueva etapa vital.

Lo que en su momento viví como una experiencia fundamentalmente negativa, hoy la reconozco como un momento de crecimiento indispensable. El final de aquella relación, catalizado por el viaje, me abrió puertas que ni siquiera sabía que existían: nuevas relaciones más sanas, descubrimientos personales, libertad para reinventarme.

Curiosamente, aquel viaje despertó en mí un renovado interés por el acto mismo de viajar. En los años siguientes, emprendí numerosos viajes en solitario que me permitieron redescubrir el placer de explorar sin el peso de expectativas ajenas o dinámicas relacionales complicadas. Viajando solo aprendí a escucharme mejor, a tomar decisiones basadas únicamente en mis propios deseos e intereses, a establecer conexiones genuinas con lugares y personas sin intermediarios emocionales.

Hoy, cuando evoco aquel recorrido por el suroeste francés, lo hago con una mezcla de nostalgia y gratitud. Nostalgia por lo que fue y ya no existe; gratitud por las lecciones aprendidas y el crecimiento experimentado. Aquellos paisajes, monumentos y sabores, inicialmente contaminados por el dolor personal, han sido redimidos por el tiempo, recuperando su belleza intrínseca en mi memoria.

Si algo he aprendido de esta experiencia es que los finales son, frecuentemente, comienzos disfrazados. Aquel viaje que parecía cerrar un capítulo de 16 años estaba, en realidad, abriendo uno nuevo lleno de posibilidades inexploradas.

El coche averiado que necesitó ser remolcado a un taller para su reparación es también una metáfora de recuperación y renovación. Tras un periodo necesario de reparación emocional, yo también volví a "funcionar", quizás incluso mejor que antes, con piezas nuevas y energías renovadas.

Las ciudades y paisajes de Aquitania permanecen allí, inmutables en su belleza centenaria, esperando ser redescubiertos con ojos nuevos y corazón abierto. Quizás algún día regrese, ya no como el viajero herido que fui, sino como alguien capaz de apreciar plenamente lo que aquellos lugares tienen para ofrecer, sin el filtro distorsionador del dolor personal.

Mientras tanto, sigo viajando, acumulando experiencias, construyendo recuerdos. Porque si algo nos enseñan los viajes —especialmente los difíciles— es que siempre hay un nuevo destino esperándonos, un nuevo paisaje por descubrir, una nueva versión de nosotros mismos por encontrar al doblar la esquina.

Y en eso, precisamente, reside la magia transformadora del viaje: en su capacidad para convertir finales en principios, crisis en oportunidades, despedidas en bienvenidas a territorios inexplorados de nuestra propia geografía vital.

Foto de perfir de Juanjo Marcos

Juanjo Marcos

Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.

Epílogo: Cuando los viajes se convierten en puntos de inflexión

Descubre Bilbao

Bienvenido a mi Bilbao, una ciudad que reinventa su pasado industrial en un presente lleno de arte, sabor y sorpresas. Aquí encontrarás rutas, paseos y eventos tanto de Bilbao como de sus alrededores

Ver más de Bilbao