Han pasado más de dos décadas desde que el 19 de noviembre del 2000 se inauguró el nuevo terminal del aeropuerto de Bilbao, y todavía recuerdo la mezcla de expectación y curiosidad que sentimos los bilbainos ante aquella terminal tan diferente a lo que conocíamos. Era el final de una época y el comienzo de otra, aunque en aquel momento no sabíamos muy bien si para mejor o para peor.
El aeropuerto de Bilbao mueve ahora casi 7 millones de pasajeros al año, una cifra que habría resultado impensable en los tiempos del viejo aeropuerto. Para quienes hemos sido testigos de esta transformación, resulta fascinante comprobar cómo una infraestructura puede cambiar no solo la manera de viajar, sino también la percepción que una ciudad tiene de sí misma.
Recuerdos del viejo aeropuerto: cuando todo era más sencillo (y más caótico) #
El aeropuerto de Bilbao comenzó su andadura en 1948 junto a Sondika, y durante décadas fue creciendo de forma gradual. En los años 90, cuando empecé a viajar con cierta frecuencia, ya había evolucionado bastante respecto a sus orígenes humildes. En 1967 había llegado Iberia, y por entonces se movían 100.000 pasajeros al año, menos de los que ahora pasan en una semana.
Lo que más recuerdo de aquella época es la sensación de descontrol que a veces se vivía allí, especialmente en temporada alta. Llegué a ver dos vuelos diferentes embarcando por la misma puerta, con los pasajeros mezclándose y preguntándose cuál era su avión. Algo así hoy en día no pasaría ninguna inspección de seguridad, pero entonces parecía lo más normal del mundo.
Era un aeropuerto que funcionaba con una lógica más doméstica, menos internacional. Pero al acercarse el cambio de siglo, con la liberalización del transporte aéreo y la aparición de las compañías low-cost, quedó claro que necesitábamos una infraestructura para el siglo XXI. El Guggenheim había cambiado las reglas del juego, y el aeropuerto necesitaba estar a la altura de esas nuevas expectativas.
Santiago Calatrava y la apuesta arquitectónica: belleza y controversia #
La decisión de encargar el nuevo terminal a Santiago Calatrava no estuvo exenta de polémica desde el primer momento. El arquitecto valenciano tenía ya fama de crear edificios espectaculares pero también de generar sobrecostes considerables, algo que conocíamos bien en Bilbao tras la experiencia del puente Zubizuri.
Su propuesta para el aeropuerto era ambiciosa: una terminal que evocara un ave emprendiendo el vuelo, de ahí que se conociera popularmente como "La Paloma". El diseño utilizaba abundantemente el color blanco, el vidrio y el hormigón, creando espacios diáfanos que resultaban impactantes para quienes veníamos del aeropuerto anterior.
Los bilbainos mirábamos la nueva terminal con una mezcla de orgullo y escepticismo. Por un lado, nos hacía ilusión tener algo tan espectacular. Por otro, ya habíamos aprendido que con Calatrava las cosas bonitas no siempre funcionan como deberían. El tiempo se encargaría de confirmar nuestros recelos.
Los primeros años: cuando llovía dentro del aeropuerto #
Casi desde el día de su inauguración empezaron a aparecer los problemas técnicos. Las filtraciones de agua se convirtieron en un espectáculo recurrente cada vez que llovía con intensidad, algo bastante frecuente en nuestro clima. Ver charcos en el suelo de una terminal recién estrenada resultaba, cuanto menos, embarazoso.
Las goteras se prolongaron durante años. Según leí hace tiempo, no se solucionaron definitivamente hasta 2018, casi dos décadas después de la inauguración. Durante todo ese tiempo, los trabajos de reparación fueron constantes, con las molestias consiguientes para todos.
Era frustrante comprobar que un edificio tan caro y tan vistoso tuviera deficiencias tan básicas como la impermeabilización. Estas averías alimentaron las críticas hacia Calatrava y reforzaron esa percepción de que su arquitectura antepone la estética a la funcionalidad. Una pena, porque por lo demás el aeropuerto era realmente impresionante.
La mejora de la zona de llegadas: por fin a cubierto #
Una de las mejoras más importantes llegó en 2011, cuando por fin se cerró y climatizó la zona de llegadas. Hasta entonces, esperar a que salieran los familiares o amigos era toda una aventura meteorológica. Te quedabas ahí, a merced del viento del norte, aguantando como podías.
Era incómodo, sobre todo en invierno, pero también tenía su punto. Había algo auténtico en esas esperas a la intemperie. Con la climatización se ganó mucho en comodidad, evidentemente. Ahora puedes esperar tranquilamente, hay cafeterías y hasta una oficina de turismo. Objetivamente está mejor, aunque admito que le resta parte de sentimiento de aventura.
Una joya estética con sus limitaciones prácticas #
Hay que reconocer que, desde un punto de vista puramente estético, el aeropuerto es precioso. A mí me parece una de las terminales más bonitas que conozco. Los grandes ventanales permiten una iluminación natural excepcional, y el diseño de la cubierta crea una sensación de amplitud y movimiento que resulta visualmente atractiva.
Para los visitantes que llegan por primera vez a Bilbao, el impacto de la terminal constituye sin duda una primera impresión favorable. Los materiales han envejecido bien y mantienen un aspecto contemporáneo más de veinte años después de su construcción. Aunque también creo que la zona de salidas es infinitamente más bonita que la de llegadas.
Sin embargo, creo que la funcionalidad no siempre acompaña a la belleza. Algunos aspectos del diseño priorizan claramente la espectacularidad visual sobre la comodidad del usuario. La distribución de los espacios, aunque visualmente impactante, no siempre resulta la más eficiente para el flujo de pasajeros.
Las reformas recientes: más pasajeros, espacios más pequeños #
El crecimiento del número de viajeros ha sido espectacular en los últimos años. Ahora se mueven más de 6 millones de pasajeros al año, cuando el aeropuerto se diseñó inicialmente para unos 5 millones. Este éxito, sin embargo, ha generado nuevos problemas que como usuario habitual noto cada vez más.
Las últimas reformas han intentado optimizar el espacio disponible, pero algunas soluciones me parecen contraproducentes. Ciertas zonas de embarque han quedado reducidas a espacios sorprendentemente pequeños, donde la sensación de agobio puede resultar considerable cuando se concentran pasajeros de vuelos con alta ocupación.
Esta claustrofobia es especialmente molesta cuando hay retrasos y tienes que permanecer largo tiempo en espacios que no fueron dimensionados adecuadamente. Tengo la sensación de que se ha priorizado el aprovechamiento comercial del espacio, destinando amplias superficies a tiendas y restauración, mientras que las áreas de embarque para pasajeros han quedado en segundo plano.
Las conexiones con la ciudad: autobuses que funcionan, metro que no llega #
Una de las cosas que más echo en falta es una conexión directa con el metro de Bilbao. Llevan años hablando de ampliar la línea hasta el aeropuerto, pero de momento sigue siendo un proyecto. Para alguien que vive en Bilbao y viaja con frecuencia, sería una comodidad enorme.
Dicho esto, tengo que reconocer que los autobuses funcionan francamente bien. La línea A3247 de Bizkaibus conecta el aeropuerto con el centro de la ciudad con una frecuencia aceptable y un precio razonable. El trayecto dura unos treinta minutos y las paradas están bien situadas. No es lo mismo que tener metro, pero como alternativa está bastante bien.
Para ir a San Sebastián también hay conexiones directas, aunque tardas más de una hora. Si tu destino es el centro del País Vasco, las opciones de transporte público son limitadas pero funcionales.
Reflexiones de un usuario habitual #
Después de más de dos décadas utilizando el nuevo aeropuerto de Bilbao, mi valoración es bastante clara: tenemos un aeropuerto estéticamente precioso que, en términos de funcionalidad, no siempre está a la altura de su belleza.
La Paloma es, sin duda, uno de los aeropuertos más bonitos que conozco. Calatrava consiguió crear un edificio que impacta, que sorprende y que proyecta una imagen de modernidad muy potente para la ciudad.
Sin embargo, como usuario habitual, también noto sus limitaciones prácticas. Los espacios a veces están mal distribuidos, algunas zonas de embarque resultan agobiantes, y la priorización de las áreas comerciales sobre la comodidad del pasajero es evidente.
El balance, con todo, es positivo. Bilbao necesitaba una infraestructura de este nivel para situarse en el mapa internacional, y el aeropuerto ha cumplido esa función. Puede que no sea el más funcional del mundo, pero desde luego es nuestro aeropuerto, con toda la carga emocional que eso conlleva para quienes lo hemos visto crecer junto con nuestra ciudad.

Juanjo Marcos
Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.
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