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Los espacios del anonimato privilegiado

Reflexiones sobre la libertad de ser un extraño en tierra ajena

Los espacios del anonimato privilegiado

Hay algo especial que ocurre cuando aterrizamos en una ciudad desconocida. En un instante, nos transformamos. Dejamos atrás quienes somos en casa, con todas esas etiquetas y expectativas acumuladas durante años. En ese nuevo escenario urbano, nos convertimos en una presencia dual: visibles e invisibles a la vez, observadores que también son observados. Esta condición, ese "anonimato privilegiado del viajero", es quizá uno de los placeres menos evidentes pero más profundos que nos regala el viaje.

La paradoja de ser extraño #

Cuando paseo por las calles de Estambul o me pierdo entre los barrios de Kioto, soy inmediatamente identificable como extranjero. Mi forma de moverme, de mirar los edificios con asombro, incluso mis dudas al consultar un mapa me delatan. Soy visible, soy el otro, el que no pertenece. Sin embargo, al mismo tiempo, disfruto de una invisibilidad total: nadie conoce mi historia, nadie tiene expectativas sobre mí, nadie me recuerda del día anterior ni espera verme mañana.

Esta paradoja crea un espacio de libertad único. Puedo sentarme durante horas en un café de Bruselas observando el ir y venir de la gente, formando parte del paisaje sin alterarlo. Puedo probar comportamientos o ideas que nunca exploraría en Bilbao, donde cada esquina guarda una historia personal. El juicio de los demás, tan pesado en casa, se diluye en la distancia.

La ligereza de estar de paso #

Hay algo especial en saber que nuestras interacciones tienen fecha de caducidad. Como viajeros, creamos vínculos intensos pero breves. Me vienen a la memoria conversaciones fascinantes con desconocidos en el metro de Nueva York, complicidades inmediatas con camareros en bares perdidos de Eindhoven, o incluso romances fugaces en varias ciudades que tenían fecha de caducidad desde el primer momento.

Esta consciencia de lo temporal nos permite ser más auténticos. Sin el peso de las consecuencias futuras, nos abrimos más, compartimos pensamientos que quizá guardaríamos en casa. El viajero vive en un presente expandido, sin las ataduras del ayer ni las responsabilidades del mañana.

Es curioso cómo a veces he compartido reflexiones personales con alguien que acababa de conocer en un parque de Boston o en una terraza de Estambul que jamás compartiría con vecinos de toda la vida. Tal vez porque sé que esas palabras quedarán flotando en ese espacio neutral que es el viaje, como pensamientos lanzados al aire que no regresarán para cuestionarme.

Ver lo que otros ya no ven #

Ser extranjero te da un don curioso: la capacidad de ver lo que los locales ya no perciben. Lo cotidiano se vuelve invisible para quien lo vive cada día, pero para nosotros, cada detalle es un descubrimiento. El ritmo particular de una mañana en Viena, los gestos compartidos por la gente de Oporto, o cómo juega la luz entre los rascacielos de Hong Kong nos resultan fascinantes precisamente porque no forman parte de nuestra normalidad.

Recuerdo una tarde en Jerusalén, sentado en el Monte de los Olivos, observando cómo los locales pasaban sin prestar atención especial a ese ocaso que para mí era un momento de contemplación casi mística. O esa mañana en Osaka, cuando me quedé embobado mirando un simple cruce de peatones mientras la gente simplemente... vivía su rutina.

Claro que este privilegio también conlleva un riesgo. Es fácil quedarse en lo superficial, en la postal. El verdadero arte está en mantener la curiosidad inicial pero ir más allá, intentando entender los significados que hay detrás de esas formas que nos impresionan a primera vista.

Entre la libertad y la responsabilidad #

Este estado intermedio entre pertenecer y no pertenecer también nos plantea algunas preguntas incómodas. ¿Hasta qué punto somos responsables ante los lugares que visitamos? ¿Qué huella dejamos? El anonimato puede ser tanto un espacio de libertad como de desconexión.

A menudo pienso en cómo nuestros privilegios como viajeros se basan en desigualdades evidentes. Podemos disfrutar paseando por los barrios de Hong Kong o Shanghai precisamente porque tenemos el pasaporte adecuado, los recursos necesarios y la posibilidad de volver a casa cuando queramos. Esta movilidad no es universal. Mientras exploro Dubái por placer, otros se mueven por necesidad o supervivencia.

El viajero consciente debe navegar esta contradicción: disfrutar de la libertad que ofrece pasar desapercibido sin olvidar los privilegios que lo hacen posible. Quizá la clave esté en viajar con los ojos y la mente abiertos, con ganas de aprender más que de juzgar.

Los encuentros que cambian algo en ti #

Es en este territorio ambiguo donde ocurren algunos de los encuentros más sorprendentes. Precisamente porque estamos fuera de nuestra zona de confort, porque nos movemos en ese espacio donde somos a la vez visibles e invisibles, las personas que conocemos durante nuestros viajes pueden tocarnos de maneras inesperadas.

Un emigrante de Cabo Verde en Boston que me compartió su visión de la vida mientras contemplábamos las decoraciones de Halloween. Un refugiado marroquí que me narró cómo tuvo que huir de su país por ser homosexual y haber sido denunciado por ello. Un conductor de BlaBlaCar que me descubrió sus lugares favoritos de Budapest durante mi viaje hacia Hungría. Estos encuentros, posibles gracias a esa peculiar condición de extranjero anónimo, han transformado mi forma de ver el mundo tanto o más que los monumentos o museos que inicialmente buscaba.

Y es que quizá lo más valioso del anonimato privilegiado no es la libertad que nos regala, sino los puentes inesperados que nos permite construir. En ese estado de apertura, despojados temporalmente de nuestras certezas habituales, estamos más disponibles para la sorpresa, más receptivos a lo diferente, más preparados para el encuentro genuino con el otro.

Volver con otra mirada #

Todo viajero sabe que el mayor privilegio del anonimato es poder regresar transformado. Después de haber sido simultáneamente visible e invisible en Berlín, Tel Aviv o San Francisco, volvemos a Bilbao con una mirada renovada. Lo familiar se vuelve un poco extraño, lo cotidiano recupera cierto misterio.

Esta es quizá la paradoja final del viaje: nos alejamos para reencontrarnos, nos perdemos para hallarnos, nos hacemos anónimos para reconocernos de nuevo. Y en ese ciclo de idas y vueltas, en ese constante habitar espacios intermedios entre lo conocido y lo extraño, vamos construyendo una identidad más rica, más compleja, formada por cada uno de esos momentos en que fuimos, simplemente, extraños privilegiados en tierras ajenas.

Porque al final, después de pasear como un desconocido por las calles de Tokio, Roma o Londres, regresar a las calles del Casco Viejo bilbaíno donde cada esquina me recuerda quién soy, donde soy todo menos anónimo, tiene un sabor especial. Un sabor que solo conoce quien ha experimentado esa dulce paradoja de ser, por un tiempo, completamente visible y completamente invisible a la vez.

Foto de perfir de Juanjo Marcos

Juanjo Marcos

Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.

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