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Expo '92 de Sevilla

Septiembre 1992

Expo '92 de Sevilla

Cuando pienso en los momentos que definieron mi juventud, aquel verano del 92 siempre ocupa un lugar privilegiado en mi memoria. Acababa de finalizar mi primer año en la Escuela de Ingenieros de Bilbao, y como suele ocurrir cuando uno sobrevive a ese primer curso universitario tan exigente, el cuerpo y la mente pedían a gritos una recompensa. ¿Qué mejor premio que un viaje a la famosa Exposición Universal de Sevilla?

La decisión que cambiaría mi verano #

Corría el verano de 1992, y España vivía un momento histórico sin precedentes. Por un lado, Barcelona se engalanaba para recibir los Juegos Olímpicos; por otro, Sevilla abría sus puertas al mundo con una Expo que prometía ser espectacular. Era el año en que España quería mostrar al mundo su nueva cara tras décadas de aislamiento y atraso, un país moderno y plenamente europeo, capaz de organizar simultáneamente dos eventos de escala mundial.

La publicidad era tan abrumadora que resultaba imposible no sentirse atraído por aquel evento. Recuerdo los anuncios en televisión con la mascota Curro volando por la pantalla, los reportajes en los periódicos mostrando imágenes de los pabellones más espectaculares aún en construcción, y las conversaciones entre amigos sobre lo que sería una cita imprescindible. El lema "La Era de los Descubrimientos" resonaba en cada rincón del país, invitándonos a ser parte de esa aventura colectiva que conmemoraba el V Centenario del Descubrimiento de América.

En la universidad, entre clases interminables de cálculo y dibujo técnico, comentábamos las noticias que iban llegando sobre la transformación de Sevilla: el nuevo puente de la Barqueta, la estación de Santa Justa recién inaugurada para recibir el AVE, el monasterio de la Cartuja rehabilitado... Sevilla estaba cambiando a marchas forzadas para acoger el evento, y nosotros queríamos ser testigos de esa metamorfosis.

Entre apuntes y exámenes finales, cuatro compañeros y yo decidimos que nuestro esfuerzo académico merecía una celebración especial. Los cinco habíamos sobrevivido a ese primer año de fórmulas, proyectos y noches sin dormir en la dura Escuela de Ingenieros. Y aunque nuestros bolsillos de estudiantes no estaban para muchos lujos, calculamos que podíamos permitirnos el viaje si compartíamos gastos y buscábamos las opciones más económicas. Era el momento de vivir algo único, de experimentar por primera vez la libertad de viajar sin la familia, de tomar nuestras propias decisiones en esa época crucial en la que comenzábamos a sentirnos adultos.

El viaje interminable: de norte a sur #

El trayecto en sí mismo ya fue toda una aventura. Elegimos la opción más económica, aunque no la más cómoda: un autobús desde Bilbao a Madrid y después otro de Madrid a Sevilla. Recuerdo cómo observábamos por la ventanilla el cambio progresivo del paisaje, de los verdes valles del norte a las extensas llanuras de Castilla y finalmente a los dorados campos andaluces bajo un sol implacable.

Salimos de la estación de Bilbao una tarde lluviosa, típica del norte, con nuestras mochilas cargadas de ilusión y un walkman con cintas de The Cure, Nirvana y Mecano que nos acompañarían durante el trayecto. La primera parada fue en Madrid, donde tuvimos que esperar unas horas en la antigua estación de autobuses del Paseo de la Florida. Aprovechamos para estirar las piernas y comprar provisiones: bocadillos de tortilla, latas de refresco y bolsas de patatas fritas que compartíamos mientras especulábamos sobre lo que nos esperaba en Sevilla.

El tramo Madrid-Sevilla fue el más largo y desafiante. A medida que avanzábamos hacia el sur, el calor se intensificaba. El largo viaje en aquellos autobuses de los 90, sin aire acondicionado decente y con asientos menos ergonómicos que los actuales, fue nuestra primera prueba de resistencia. Las ventanillas apenas se podían abrir un palmo, lo que convertía el interior del autobús en un pequeño horno rodante. El abaniqueo constante y las paradas en áreas de servicio para refrescarnos se convirtieron en rutina.

Las horas pasaban entre conversaciones sobre qué nos encontraríamos en la Expo, partidas de cartas improvisadas y alguna que otra cabezada interrumpida por los baches de la carretera. Recuerdo la emoción cuando, ya cerca de Sevilla, comenzamos a ver las primeras indicaciones hacia la Expo y la silueta de la Giralda a lo lejos, anunciando que nuestro destino estaba cada vez más cerca. Después de casi 15 horas de viaje, llegamos a la estación de Plaza de Armas, construida específicamente para recibir a los visitantes de la Exposición Universal.

Un apartamento a precio de oro #

La búsqueda de alojamiento había sido todo un desafío. En 1992 no existían plataformas de reserva online ni podíamos comparar precios con un solo clic. Todo se hacía por teléfono o a través de agencias de viajes, con largas esperas y explicaciones confusas. Pasamos varias tardes en una agencia del Casco Viejo de Bilbao, hojeando catálogos y escuchando al agente hablar por teléfono con sus contactos en Sevilla.

Los precios en la capital andaluza se habían disparado por la demanda. Mucha gente había convertido habitaciones, trasteros y hasta garajes en alojamientos improvisados para aprovechar la avalancha de turistas. Finalmente, tras descartar hoteles por estar completamente fuera de nuestro presupuesto, encontramos un apartamento por 25.000 pesetas la noche. Para cinco estudiantes universitarios, desembolsar 20.000 pesetas por persona para cuatro noches era una auténtica locura (más de lo que costaba un buen televisor en aquella época), pero estábamos dispuestos a sacrificar parte de nuestros ahorros por vivir aquella experiencia.

El apartamento, situado en un barrio llamado Triana, a una distancia razonable del recinto de la Expo, era modesto pero suficiente para cinco jóvenes cuya prioridad no era precisamente pasar tiempo en él. Un pequeño salón con un sofá que se convertía en cama, un dormitorio con dos camas, una cocina minúscula que nunca usamos y un baño que apenas daba cabida a una persona. Las paredes encaladas y los azulejos desgastados le daban cierto encanto andaluz, y el pequeño balcón con vistas a una calle estrecha nos permitía asomarnos a la vida cotidiana sevillana, tan diferente del ritmo pausado y la lluvia constante de nuestro Bilbao natal.

La propietaria, una señora mayor con marcado acento andaluz que se presentó como Doña Carmen, nos recibió con una mezcla de amabilidad y recelo. Nos dio las llaves, un breve tour por el apartamento y una serie de recomendaciones y advertencias sobre el uso del agua caliente ("que aquí es un tesoro, muchachos") y el ruido después de ciertas horas ("que los vecinos son muy sensibles, ¿estamos?"). Nos dejó un ventilador de pie que rotaba como única defensa contra el calor abrasador, y un mapa de la ciudad con algunas anotaciones a mano sobre lugares donde comer bien y barato.

Al fin y al cabo, nuestro plan era exprimir cada minuto en la Exposición Universal y descubrir la vida nocturna sevillana. El apartamento sería poco más que un lugar para ducharnos y dormir unas pocas horas antes de volver a lanzarnos a la aventura. Y así fue, de hecho, durante aquellos intensos cuatro días en los que apenas pisamos el apartamento salvo para caer rendidos en la cama y recuperar fuerzas para la siguiente jornada.

El primer impacto: entrando en el futuro #

Nunca olvidaré la primera vez que cruzamos las puertas de la Expo '92. Elegimos entrar por el acceso del Puente de la Barqueta, una impresionante estructura blanca sobre el Guadalquivir que parecía sacada de un cuadro futurista, y que conectaba la ciudad histórica con el recinto de la exposición. Al pasar los controles y mostrar nuestras entradas de día completo (que nos habían costado 4.000 pesetas cada una, toda una inversión para nosotros), nos sentimos como exploradores a punto de descubrir un nuevo mundo.

La isla de la Cartuja se había transformado en una ciudad futurista con pabellones de diseños vanguardistas, plazas, fuentes y jardines que nada tenían que ver con lo que había visto hasta entonces en cualquier otra ciudad española. Ante nuestros ojos se desplegaba un escenario que parecía sacado de una película de ciencia ficción: el Pabellón de la Navegación con su forma de barco anclado junto al río, la esfera bioclimática que parecía flotar sobre una fuente, la impresionante torre Schindler de casi 70 metros de altura que servía como mirador y punto de referencia en todo el recinto... El contraste con la Sevilla tradicional que veíamos al otro lado del río no podía ser más evidente.

El calor era sofocante, típico de un verano andaluz que superaba fácilmente los 40 grados, pero nada podía frenar nuestra curiosidad. Nos habíamos preparado con gorras, gafas de sol y botellas de agua que rellenábamos constantemente en las fuentes distribuidas por el recinto. Habíamos comprado entradas para tres días y teníamos claro que íbamos a aprovecharlos al máximo. Recuerdo que llevábamos un mapa del recinto y habíamos marcado los pabellones imprescindibles según las recomendaciones de revistas y reportajes televisivos, además de apuntar los horarios de los espectáculos que no queríamos perdernos.

Nuestro plan para el primer día era recorrer los pabellones de España y de los países europeos, dejando para el segundo los de América y Asia, y para el tercero los de África y Oceanía, junto con los pabellones temáticos. Pero ya desde el primer momento comprendimos que tres días apenas serían suficientes para rasgar la superficie de todo lo que la Expo tenía para ofrecer. Cada rincón, cada pabellón, cada plaza albergaba tantas sorpresas que resultaba imposible no detenerse más tiempo del previsto.

Las maravillas tecnológicas: cuando el futuro parecía presente #

Si tuviera que destacar una experiencia que me dejó completamente asombrado, sin duda sería el cine en 3D del pabellón de Fuji. En una época en la que la tecnología 3D era algo prácticamente desconocido para el público general, sentarse en aquella sala oscura y ver cómo las imágenes parecían salir de la pantalla y sobrevolar nuestras cabezas fue algo revolucionario. Recuerdo que intenté tocar aquellas figuras que parecían flotar delante de mí, provocando risas entre mis compañeros. La sensación era indescriptible: mariposas que parecían posarse en nuestros hombros, aves que volaban entre el público y paisajes que nos envolvían de manera casi física. Salí de aquella sala con la certeza de haber visto el futuro del cine.

El pabellón de España, un majestuoso edificio diseñado por Julio Cano Lasso, también ofrecía una experiencia cinematográfica extraordinaria con su sistema denominado "Movimas". Las butacas se sacudían sincronizadas con las imágenes, creando la sensación de estar realmente dentro de la acción. Para unos jóvenes de 18 años que habíamos crecido con tecnologías mucho más limitadas, estas experiencias inmersivas resultaban absolutamente fascinantes. Recuerdo perfectamente cómo nos movíamos a través de paisajes españoles, sintiendo la adrenalina de navegar por un río caudaloso o el vértigo de sobrevolar las montañas de la península. Todo ello bajo una impresionante cúpula oscura recubierta de planchas de bronce, mientras que el exterior del pabellón nos sorprendía con su monumental cubo blanco, simbolizando la España tradicional y moderna al mismo tiempo.

Otro de los grandes atractivos eran los espectáculos nocturnos en el Lago de España. Las proyecciones sobre cortinas de agua creaban efectos visuales que parecían magia. Imágenes enormes que aparecían y desaparecían sobre el agua pulverizada, combinadas con música, luces y fuegos artificiales, componían un espectáculo que nos dejaba boquiabiertos noche tras noche. Al finalizar siempre aparecía Curro, la mascota oficial de la Expo, un simpático pájaro con pico y cresta multicolor que daba la bienvenida a todos los visitantes. Aún recuerdo aquellas noches mágicas como un sueño tecnológico bajo las estrellas sevillanas.

Un recorrido por el mundo sin salir de Sevilla #

La Expo '92 era como viajar por el mundo sin moverse de un recinto. Los pabellones de los distintos países mostraban lo mejor de sus culturas, tradiciones y avances tecnológicos. Recorrimos el impresionante pabellón de Japón, diseñado por el célebre arquitecto Tadao Ando, que nos dejó sin aliento con su colosal estructura de madera construida sin utilizar un solo clavo, siguiendo las técnicas tradicionales japonesas. Dentro pudimos ver de primera mano avances tecnológicos que tardarían años en llegar a nuestras vidas cotidianas: robots con forma humana, prototipos de teléfonos con pantalla táctil y sistemas de realidad virtual que parecían sacados de una película de ciencia ficción.

El pabellón de Canadá, con su estructura de Nicholas Grimshaw, nos sorprendió con sus impresionantes imágenes de paisajes naturales proyectadas en pantallas gigantes que cubrían paredes enteras. Nos sentimos transportados a los bosques infinitos y lagos cristalinos canadienses mientras un sistema de climatización recreaba incluso las temperaturas y olores de aquellos parajes. El de Alemania, recién reunificada, mostraba con orgullo su nueva identidad como país unido tras la caída del Muro de Berlín, exhibiendo fragmentos reales del muro junto a testimonios de quienes vivieron su derribamiento.

El pabellón de Marruecos nos sedujo con su arquitectura tradicional, sus mosaicos geométricos y el aroma a té de menta y especias que impregnaba el ambiente. Caminando por sus salas, decoradas con artesonados y fuentes, sentíamos que estábamos en un auténtico palacio marroquí. Y el de México, con su llamativa fachada escalonada que recordaba a los templos precolombinos, nos sumergió en el colorido y la riqueza cultural del país azteca.

El pabellón de Hungría fue quizás el más sorprendente arquitectónicamente, con sus siete torres que semejaban una iglesia rural húngara, todas construidas de madera de forma artesanal. Su interior, que recordaba al vientre de una ballena, albergaba un enorme roble cuyas raíces podían verse a través del suelo de cristal, simbolizando la conexión del país con su tierra y tradiciones.

Descubrimos culturas que apenas conocíamos en los pabellones de países africanos y asiáticos agrupados en la Plaza de África. La arquitectura, los aromas, los colores y la música de cada pabellón nos transportaban momentáneamente a esos lugares lejanos, despertando una curiosidad que, en mi caso, se convertiría años después en una pasión por viajar y conocer el mundo.

Recuerdos de la Expo '92 de Sevilla Recuerdos de la Expo '92 de Sevilla
Recuerdos de la Expo '92 de Sevilla

La Expo después del ocaso: noches de fiesta interminable #

Cuando el sol se ponía y las temperaturas se volvían más clementes, la Expo adquiría una nueva dimensión. Los espectáculos de luz y sonido transformaban el recinto, y la música en vivo sonaba en diferentes escenarios. Después de jornadas agotadoras recorriendo pabellones, todavía encontrábamos energía para bailar y cantar hasta altas horas de la madrugada.

El ambiente era electrizante. Las calles y plazas del recinto se iluminaban con miles de luces de colores, creando paisajes futuristas que contrastaban con el cielo estrellado de Sevilla. Banderas y estandartes de todos los países ondulaban con la brisa nocturna mientras los visitantes formábamos ríos humanos que fluían entre los pabellones y áreas de espectáculos. La mezcla de idiomas, risas y música creaba una atmósfera de celebración global que nunca antes había experimentado.

En la Plaza de América, con sus pabellones iberoamericanos, podías sumergirte en ritmos latinos, desde la salsa cubana hasta el tango argentino. Más allá, el escenario principal recibía a artistas nacionales e internacionales. Recuerdo especialmente un concierto de flamenco fusión que reunió a gitanos andaluces con músicos africanos, creando una simbiosis musical que hizo vibrar hasta el último rincón de nuestros cuerpos.

Las noches estaban plagadas de conciertos improvisados, encuentros con otros jóvenes de distintas partes de España y del mundo, conversaciones interminables sobre lo que habíamos descubierto durante el día mientras compartíamos cervezas y tapas en alguna de las terrazas del recinto. Un grupo de australianos nos contó cómo habían cruzado medio mundo específicamente para la Expo, y unos estudiantes japoneses compartieron con nosotros dulces típicos de su país que habían traído como regalo para los amigos que hicieran en el camino.

La Expo no sólo era un escaparate tecnológico y cultural, sino también un punto de encuentro que fomentaba el intercambio de ideas y experiencias. Por primera vez me sentí parte de algo verdaderamente global, una comunidad temporal pero intensa donde las diferencias culturales, en vez de separarnos, nos unían en la celebración y el descubrimiento mutuo.

Las noches terminaban inevitablemente con el regreso al apartamento, extenuados pero felices, para dormir apenas unas horas antes de comenzar una nueva jornada de descubrimientos. A veces, cuando las primeras luces del amanecer empezaban a asomar, nos sentábamos en el balcón del apartamento a comentar todo lo que habíamos visto y vivido, incapaces de contener la emoción y la adrenalina que corría por nuestras venas. Creo que durante aquellos días no dormimos más de cuatro horas diarias, pero a esa edad el cansancio parecía algo completamente secundario ante la intensidad de la experiencia que estábamos viviendo.

Un último día para saborear la Sevilla eterna #

Decidimos dedicar nuestro último día a visitar la Sevilla tradicional, esa que había existido mucho antes de la Expo y que continuaría deslumbrando a los visitantes mucho después de que el evento finalizara. Un recorrido relámpago nos llevó a la imponente Catedral, donde la magnitud del edificio nos hizo sentir minúsculos. Al entrar, el contraste entre el bullicio exterior y la solemnidad de sus naves nos impresionó. Frente a la tumba de Cristóbal Colón, recordamos que estábamos celebrando precisamente el V Centenario de su llegada a América, cerrando un círculo histórico que daba sentido a toda la Expo.

Subimos los 35 pisos de la Giralda por sus rampas (construidas así para que los almuédanos pudieran subir a caballo cuando era minarete) para contemplar la ciudad desde las alturas, una perspectiva que nos permitió apreciar cómo la Sevilla histórica y la moderna convivían durante aquellos meses. Desde allí podíamos ver el recinto de la Expo a lo lejos, con la isla de la Cartuja transformada completamente, mientras a nuestros pies se extendía el casco antiguo con sus callejuelas y plazas. El monasterio de la Cartuja, donde estuvo enterrado Colón y que ahora era el corazón de la Expo, se vislumbraba a lo lejos como un puente entre la Sevilla del pasado y la del futuro.

Nos refrescamos en los Reales Alcázares, maravillándonos ante aquellos patios y jardines donde la influencia árabe había dejado su huella indeleble. En cada rincón, el murmullo del agua de las fuentes y los perfumes de jazmín y azahar nos recordaban que estábamos en una ciudad donde los sentidos cobran protagonismo.

Continuamos nuestro recorrido hacia la Torre del Oro junto al Guadalquivir, imaginando los barcos cargados de tesoros que llegaban desde América siglos atrás. El río, que había sido testigo de la historia de la ciudad desde su fundación, nos mostró una perspectiva diferente de Sevilla. Desde allí caminamos hasta el Parque de María Luisa con sus rincones sombreados, perfecto refugio del calor andaluz, donde nos detuvimos frente a la Plaza de España, construida para la Exposición Iberoamericana de 1929, predecesora en cierto modo de nuestra Expo.

Terminamos nuestro recorrido perdiéndonos por el barrio de Santa Cruz con su encanto andaluz... Sus callejuelas estrechas, diseñadas para proporcionar sombra, sus plazas diminutas con naranjos y sus casas encaladas nos transportaron a otro tiempo. En una pequeña taberna, con las paredes repletas de fotografías antiguas y carteles taurinos, nos despedimos de Sevilla con unas tapas de jamón y queso manchego regadas con fino y manzanilla. Intentamos absorber todo lo posible en aquel último día, conscientes de que apenas estábamos arañando la superficie de lo que Sevilla tenía para ofrecer.

El regreso y las semillas plantadas #

El viaje de vuelta en autobús fue mucho más silencioso que el de ida. El cansancio acumulado nos invitaba a dormir, pero también había momentos de reflexión sobre lo vivido. Los cinco éramos conscientes de haber participado en algo histórico, de haber presenciado un evento que marcaba un antes y un después para España.

Durante el trayecto de regreso, cada uno de nosotros se sumió en sus propios pensamientos, procesando todo lo que habíamos experimentado. Joseba, el más analítico del grupo, comentaba cómo la Expo representaba el anhelo de España por modernizarse y dejar atrás décadas de aislamiento. Eukeni no paraba de hablar del pabellón de Japón y de cómo le había impactado ver esos robots y esa tecnología que parecía llegada del futuro. Jon, quien había documentado todo el viaje con su cámara fotográfica, guardaba los carretes con cuidado, prometiendo enviarnos copias cuando las revelara. Yo, por mi parte, me sentía transformado, como si aquellos cuatro días me hubieran abierto los ojos a un mundo más grande, más complejo y fascinante de lo que había imaginado.

El paisaje que desfilaba ante nuestros ojos parecía ahora diferente. Ya no eran simples campos y montañas; eran parte de un país que estaba transformándose, que quería ser más europeo, más global, más abierto. Los pequeños pueblos que atravesábamos me hacían pensar en cómo sería la vida cotidiana allí, tan diferente a la nuestra en Bilbao o a la que habíamos experimentado en Sevilla. Ya estaba germinando en mí esa curiosidad por conocer otras realidades, otros modos de vida, otras culturas.

Para mí, personalmente, aquel viaje significó mucho más que unos días de diversión y descubrimiento. Fue mi primera experiencia viajando de forma autónoma, sin la seguridad de la familia. Fue aprender a tomar decisiones, a gestionar un presupuesto, a resolver imprevistos. Fue compartir intensamente con amigos y crear recuerdos que perdurarían toda la vida. Fue descubrir el placer de conocer lugares nuevos, culturas diferentes, tecnologías sorprendentes.

Aquella semana en Sevilla plantó en mí la semilla de la curiosidad por el mundo, una semilla que germinaría con los años y me llevaría a explorar países y culturas que en aquel momento solo podía ver representados en los pabellones de la Expo. También sembró la pasión por la tecnología y la innovación, áreas en las que acabaría desarrollando mi carrera profesional años después. La Expo '92 no fue solo un viaje físico de Bilbao a Sevilla, sino el inicio de un viaje interior que aún continúa.

Hoy, más de tres décadas después, cuando veo imágenes de aquella Exposición Universal, no puedo evitar sentir una mezcla de nostalgia y gratitud. Nostalgia por aquellos días de juventud en los que todo era nuevo y emocionante, y gratitud por haber tenido la oportunidad de vivir una experiencia que, sin yo saberlo entonces, cambiaría mi forma de ver el mundo para siempre.

Foto de perfir de Juanjo Marcos

Juanjo Marcos

Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.

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