Han pasado varias semanas desde mi regreso precipitado de Israel, tiempo suficiente para asimilar la experiencia y valorarla con cierta perspectiva. Un viaje que debía durar siete días y quedó reducido a cuatro por circunstancias familiares inesperadas, pero que aun así consiguió dejar en mí una profunda impresión que perdura más allá del paso de los días.
Sentimientos encontrados: lo vivido y lo pendiente #
Cuando pienso en Israel, mis sentimientos son ambivalentes. Por un lado, experimento una indudable frustración por los lugares que quedaron sin visitar, especialmente la Ciudad Vieja de Jerusalén. Había planificado con tanto detalle ese recorrido, imaginando cada rincón del Muro de las Lamentaciones, la Vía Dolorosa, el Santo Sepulcro o la Explanada de las Mezquitas... Lugares cargados de simbolismo que han alimentado el imaginario colectivo de Occidente durante milenios y que solo pude vislumbrar desde la distancia.
Tres días de diferencia pueden parecer poco en términos absolutos, pero en un viaje planificado para siete días suponen perder casi la mitad de la experiencia. En el tintero quedó no solo la visita a la Ciudad Vieja, sino también la excursión a Belén y la posibilidad de explorar algo de los territorios palestinos, una dimensión del viaje que me interesaba especialmente para obtener una visión más completa y equilibrada de la compleja realidad de la región.
Sin embargo, frente a esta inevitable frustración, prevalece un sentimiento de profunda gratitud por todo lo que sí pude experimentar. En apenas cinco días tuve la oportunidad de sumergirme en la modernidad mediterránea de Tel Aviv, explorar la histórica Acre con sus reminiscencias cruzadas y otomanas, maravillarme con la arquitectura escalonada de Haifa, sentir la intensidad espiritual de Jerusalén desde el Monte de los Olivos, descubrir el contraste entre vida y aridez en el oasis de Ein Gedi, impresionarme con la fortaleza de Masada y experimentar la extraña sensación de flotabilidad absoluta en las aguas hipersalinas del Mar Muerto.
La decisión no tomada: ¿oportunidad perdida o preservada? #
En ocasiones me pregunto si debería haber entrado en la Ciudad Vieja de Jerusalén aquella noche del miércoles cuando tuve la oportunidad, aunque fuera brevemente y sin la luz del día. Quizás habría podido visitar al menos el Muro de las Lamentaciones o recorrer parte de sus callejuelas iluminadas, obteniendo un primer contacto con ese espacio sagrado que tanto anhelo conocer.
Sin embargo, me consuelo pensando que de esa forma mantengo intacta la posibilidad de descubrirla por primera vez en todo su esplendor en una futura visita. No se trata solo de "ver" los lugares, sino de experimentarlos en las condiciones adecuadas para apreciar plenamente su significado y belleza. La Ciudad Vieja de Jerusalén merece ser descubierta con tiempo, con luz natural, siguiendo un recorrido coherente que permita entender su compleja historia y simbolismo... no en una visita apresurada y parcial.
Esta reflexión me lleva a un debate más amplio sobre el sentido del viaje: ¿es preferible ver lo máximo posible aunque sea de forma superficial, o centrarse en experiencias más profundas aunque eso signifique dejar cosas sin ver? No creo que exista una respuesta universal a esta pregunta; cada viajero debe encontrar su propio equilibrio. En mi caso, tiendo a preferir la intensidad a la extensión, la experiencia profunda al mero "coleccionismo" de lugares visitados. Por eso, quizás, no me arrepiento tanto de haber reservado la Ciudad Vieja para una futura visita en la que pueda dedicarle el tiempo y la atención que merece.
Los momentos imborrables: atardeceres y flotabilidad #
Entre todas las vivencias acumuladas durante estos cuatro intensos días, hay dos experiencias que han quedado grabadas en mi memoria con especial nitidez, como esos instantes perfectos que nuestra mente decide atesorar entre sus recuerdos más valiosos.
La primera de estas experiencias transcendentales fue contemplar el ocaso desde las alturas del Monte de los Olivos. Ver Jerusalén envuelta en ese resplandor ambarino del sol poniente, con miles de tumbas judías en primer término y la majestuosa Cúpula de la Roca capturando y devolviendo los últimos destellos solares, creó una imagen de belleza casi sobrecogedora.
No profeso una religiosidad particular, pero la emoción que sentí en ese enclave superó cualquier expectativa turística. Fue un instante de conexión profunda con algo mayor que trasciende lo individual, como si todas las historias, las luchas, las oraciones y los sueños depositados en ese lugar durante milenios reverberaran simultáneamente.
La segunda experiencia imborrable fue mi contacto con las extraordinarias aguas del Mar Muerto. La increíble sensación de ingravidez que produce flotar sin esfuerzo alguno en ese denso caldo mineral permanece como una sensación física imposible de describir adecuadamente con palabras. Lo que convierte este recuerdo en algo aún más singular fueron las circunstancias emotivas tan particulares que lo rodearon: ese intervalo entre la conmocionante llamada sobre la hospitalización de mi padre, las gestiones urgentes para organizar su atención y los preparativos para mi partida anticipada.
En medio de aquel torbellino emocional, me concedí ese baño como un paréntesis necesario, un momento para anclarme plenamente en el presente antes de enfrentarme a las preocupaciones inminentes. Fue un recordatorio poderoso de que, incluso en los momentos más complicados, es posible encontrar pequeños espacios para el asombro y la conexión humana.
Israel: densidad histórica en un territorio minúsculo #
Aunque no puedo predecir cuándo podré regresar a Israel, siento con certeza que esta tierra ha impreso en mí una marca indeleble que me llama a volver. Resulta asombroso cómo un país tan pequeño territorialmente (comparable en superficie a la Comunidad Valenciana) puede concentrar tal densidad de historia, cultura y significado espiritual que pocos lugares del mundo logran igualar.
Lo que hace a Israel verdaderamente extraordinario es su naturaleza de permanente contraste: tradición y vanguardia, espiritualidad y secularismo, desierto y vegetación exuberante coexisten en un equilibrio tan delicado como fascinante. Tel Aviv representa el rostro más contemporáneo, con su espíritu mediterráneo, su efervescencia cultural y su innovación tecnológica; Jerusalén encarna la solemnidad histórica, el peso de las tradiciones y la intensidad espiritual; las formaciones desérticas de Judea, con joyas como Ein Gedi o la imponente Masada, nos hablan de la persistencia humana frente a la adversidad; mientras que el Mar Muerto, con su extraña belleza mineral y sus propiedades únicas, nos recuerda que estamos en uno de los enclaves geológicos más singulares del planeta.
Pero quizás la característica más sobresaliente de Israel sea su complejísima composición humana. Un auténtico mosaico social donde conviven judíos procedentes de los cinco continentes (ashkenazíes europeos, sefardíes mediterráneos, mizrajíes de países árabes, falashas etíopes, judíos indios...), árabes israelíes, drusos, circasianos, cristianos de múltiples denominaciones, musulmanes... Cada comunidad aporta sus tradiciones, su gastronomía, su perspectiva vital y su relación particular con este territorio tan disputado. Esta diversidad, que frecuentemente genera tensiones evidentes, constituye paradójicamente la mayor riqueza del país, generando un ambiente cultural sin parangón que el viajero percibe en cada esquina, en cada mercado, en cada conversación.
El auténtico valor de los viajes: transformación interior #
Las experiencias vividas en tierras israelíes ejemplifican para mí lo que considero la verdadera esencia del viaje: esos encuentros y vivencias que persisten en nuestra memoria mucho después del regreso, que sutilmente nos transforman y expanden nuestra comprensión tanto del mundo como de nosotros mismos. Porque, en definitiva y como siempre digo, la verdadera riqueza de viajar no reside tanto en la acumulación de destinos visitados como en cómo estos lugares nos modifican, amplían nuestros horizontes mentales y se entretejen en la narrativa de nuestra existencia.
Israel ha resultado ser, incluso en esta visita prematuramente interrumpida, uno de esos destinos transformadores que dejan una marca duradera. Un territorio donde cada estrato arqueológico cuenta episodios milenarios, donde presente y pasado se entrelazan de maneras sorprendentes, donde la convivencia de diversas tradiciones religiosas y culturales crea un tapiz humano de extraordinaria complejidad. Un país que, más allá de la simplificación mediática y los titulares de actualidad, merece ser experimentado personalmente para comprender al menos una fracción de su riqueza y sus inherentes contradicciones.
Adentrarse en Israel implica también confrontar ciertas preguntas incómodas sobre identidad, política, derechos humanos y el papel de la religión en la sociedad contemporánea. Resulta imposible recorrer este territorio sin reflexionar sobre el prolongado conflicto palestino-israelí, sobre las complejas relaciones entre Estado y creencias religiosas, sobre las diferentes narrativas históricas y concepciones de legitimidad que coexisten —a menudo en tensión— en este pequeño rincón mediterráneo. En este sentido, viajar a Israel trasciende la mera experiencia estética o cultural para convertirse en un ejercicio intelectual y ético.
Precisamente esta dimensión reflexiva es la que más lamento no haber podido explorar al no visitar enclaves palestinos como Belén o Hebrón. Sin este contrapunto esencial, mi percepción de la realidad israelí queda inevitablemente incompleta, limitada principalmente a la narrativa predominante en el lado israelí de la ecuación. Esta carencia constituye una motivación adicional para planificar un futuro viaje que me permita completar y matizar esta perspectiva.
La promesa del retorno: cuentas pendientes #
Conservo la íntima satisfacción de haber aprovechado con intensidad cada jornada, cada momento disponible durante mi estancia. Los días comenzaban al amanecer y se extendían hasta bien entrada la noche, intentando absorber cada experiencia, cada detalle, cada atmósfera. Incluso bajo la persistente lluvia en Acre o Haifa, incluso arrastrando el cansancio tras noches de escaso descanso en vuelos o habitaciones desconocidas, la pasión por descubrir este fascinante país actuaba como un inagotable combustible emocional.
Me llevo también la promesa personal, casi un pacto íntimo, de regresar algún día para completar lo que quedó pendiente. Para atravesar finalmente los umbrales de esa Ciudad Vieja de Jerusalén que solo pude vislumbrar desde la distancia. Para recorrer paso a paso la Vía Dolorosa y detenerme en cada una de sus estaciones cargadas de historia y devoción. Para aproximarme al Muro de las Lamentaciones e insertar mi propio mensaje entre sus antiguas piedras. Para admirar la Cúpula de la Roca no como una silueta dorada en el horizonte sino en toda su deslumbrante magnificencia. Para cruzar hacia Belén y obtener esa visión complementaria que enriquecería mi comprensión de esta intrincada realidad.
Los viajes más significativos son precisamente aquellos que, incluso cuando finalizan físicamente, continúan interpelándonos, invitándonos al retorno. E indudablemente, Israel pertenece a esta categoría. No representa simplemente un punto marcado en un mapa o un destino más en nuestro itinerario vital, sino un territorio que se instala permanentemente en nuestra memoria e imaginación, que nos cuestiona y nos transforma, que nos invita a seguir explorando no solo sus geografías tangibles sino también sus paisajes históricos, culturales y humanos.
Mientras llega ese anhelado regreso, me consuelo con los recuerdos atesorados, con las fotografías que capturaron instantes irrepetibles, con las historias compartidas con amigos y familiares. Y con la certidumbre de que, de alguna manera, Israel ya forma parte indivisible de mi biografía personal —un capítulo inconcluso pero intensamente vivido que aguarda, paciente pero expectante, su eventual continuación.

Juanjo Marcos
Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.
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