La jornada comenzó extremadamente temprano. El despertador sonó a una hora intempestiva para coger el vuelo de Volotea que salía de Bilbao a las 6:45 de la mañana. Apenas una hora después, aterrizábamos en Valencia con todo el día por delante y unas ganas enormes de comenzar a descubrir la ciudad.
Primeras horas en la ciudad del Turia #
Nada más salir del avión, cogimos el transporte público hacia nuestro alojamiento. El anfitrión, tal y como había prometido, nos recibió con una sonrisa a pesar de la hora y nos permitió dejar el equipaje en un rincón de su casa. Ahora sí, con las manos libres y las piernas descansadas, estábamos listos para comenzar nuestra aventura valenciana.
Antes de las diez de la mañana ya estábamos en pleno casco antiguo. El centro histórico de Valencia, aunque no tan extenso como esperaba, tiene ese encanto especial de las ciudades mediterráneas con historia. Las calles estrechas, los edificios de colores cálidos y las plazas que aparecen de repente cuando menos lo esperas forman un conjunto que invita al paseo pausado.
La Plaza de la Virgen, con su fuente dedicada al río Turia y rodeada por la Basílica y la Catedral, fue nuestro primer punto de interés. El ambiente tranquilo de la mañana, con pocos turistas aún, nos permitió disfrutar de este espacio emblemático casi en soledad. Junto a ella, la Plaza de la Reina nos sorprendió con su amplitud y con la presencia imponente de la Catedral de Valencia y su torre campanario, el Miguelete.






Ascendiendo al Miguelete #
Sin dudarlo dos veces, decidimos subir a la torre del Miguelete. Sus 207 escalones en espiral prometían una vista panorámica de la ciudad que no queríamos perdernos. El ascenso, aunque exigente, mereció absolutamente la pena. Una vez arriba, Valencia se extendía ante nosotros: el casco histórico a nuestros pies, los reflejos dorados de la cúpula de la Basílica, el verde del antiguo cauce del Turia convertido en jardín y, a lo lejos, el azul del Mediterráneo.
Mientras disfrutábamos de las vistas, las campanas del Miguelete nos recordaron su función original. Este campanario gótico de 51 metros de altura, construido entre los siglos XIV y XV, sigue marcando el ritmo de la vida valenciana, tal como lo ha hecho durante siglos. Su nombre, por cierto, viene de la campana más grande, bautizada como "Miguel".






Un paseo por el corazón histórico #
Descendidos los 207 escalones, continuamos nuestro paseo por el casco antiguo. El Mercado Central, aunque solo lo vimos por fuera (dejando la visita completa para otro día), ya nos impresionó con su fachada modernista. La plaza redonda, con su peculiar estructura circular, nos pareció un curioso rincón urbano lleno de pequeños comercios.
Seguimos deambulando por las callejuelas hasta llegar a la Plaza del Ayuntamiento, donde el edificio consistorial y el grandioso edificio de Correos nos sorprendieron por su majestuosidad. La plaza, amplia y abierta, contrastaba con el entramado de calles estrechas que acabábamos de recorrer.
Para entonces, el madrugón ya empezaba a pasarnos factura, así que decidimos buscar un lugar para comer relativamente temprano. Nada del otro mundo, pero cumplió su función de recargarnos las pilas para la tarde que teníamos por delante.


La joya natural: la Albufera de Valencia #
Con el estómago satisfecho y haciendo gala de un día absolutamente primaveral, decidimos dedicar la tarde a uno de los lugares que más ganas tenía de conocer: la Albufera de Valencia. Este parque natural, situado a unos 10 kilómetros al sur de la ciudad, es una laguna de agua dulce separada del mar por una franja de dunas y pinares, y representa uno de los ecosistemas más valiosos de la Comunidad Valenciana.
Llegar allí en transporte público resultó sencillo gracias a nuestra València Tourist Card. El autobús número 25 nos llevó directamente desde la ciudad hasta nuestra primera parada: el Embarcador de l'Albufera. Al bajarnos del autobús, el paisaje nos cautivó inmediatamente. Los embarcaderos de madera se prolongaban hacia el agua como dedos que acarician la superficie del lago. La vista era absolutamente espectacular, con el agua en calma reflejando un cielo azul intenso.




Entre la laguna y el mar #
Decidimos aprovechar la tarde para dar un pequeño paseo por la Gola del Pujol Nou, un canal que conecta la Albufera con el mar Mediterráneo. El camino, flanqueado por vegetación típica de humedales, nos condujo hasta la Playa de la Devesa del Saler. Esta playa, mucho menos concurrida que las urbanas de Valencia, conserva ese aspecto salvaje y natural que tanto echo de menos en muchas playas turísticas.
El paseo, de aproximadamente una hora, nos permitió disfrutar tanto del ecosistema lacustre como del marino. Ver cómo estos dos mundos de agua se encuentran y conviven fue una experiencia que compensó con creces el cansancio acumulado del día.






El Palmar: entre la tradición y el turismo #
Tras regresar al punto de partida, cogimos de nuevo el autobús para dirigirnos a El Palmar, un pequeño pueblo que se ha convertido en el epicentro gastronómico de la zona. Según había leído, este antiguo pueblo de pescadores está ahora colonizado por restaurantes especializados en paella y otros platos típicos valencianos.
Sin embargo, nuestra visita, que tuvo lugar sobre las 17:30 y en temporada baja, nos mostró una cara muy diferente del lugar. Casi todos los establecimientos estaban cerrados, había poquísima gente en las calles e incluso nos costó encontrar un sitio donde comprar algo para beber. El Palmar parecía hibernar fuera de las horas punta y los fines de semana.
A pesar de no poder degustar una auténtica paella valenciana en su lugar de origen (algo que me quedó pendiente), el paseo por sus calles tranquilas nos permitió imaginar cómo debía ser la vida tradicional en este enclave antes de la llegada masiva del turismo. Desde aquí también salen barcas que recorren la Albufera, pero era ya demasiado tarde y, además, teníamos otro plan en mente.
Un atardecer para el recuerdo #
Decidimos regresar al Embarcador para contemplar algo que muchos describen como uno de los mejores espectáculos naturales de Valencia: el atardecer sobre la Albufera. No me arrepiento en absoluto de esta decisión. El sol, descendiendo lentamente hacia el horizonte, tiñó el cielo y las aguas de la laguna con una paleta de colores que iba del dorado al púrpura, pasando por naranjas y rojos intensos.
No fuimos los únicos que tuvimos esta idea. Para cuando el sol empezaba a ocultarse, una considerable multitud se había congregado en la zona de los embarcaderos. Todos compartíamos ese silencio reverencial que provocan los grandes espectáculos de la naturaleza. El momento en que el disco solar tocó el horizonte y comenzó a hundirse en él quedará grabado en mi memoria durante mucho tiempo.





Regreso a la ciudad #
Con el espectáculo del atardecer aún grabado en la retina, nos apresuramos a ponernos en la cola del autobús. La afluencia de gente para coger los últimos servicios de vuelta a la ciudad era considerable y no queríamos correr el riesgo de quedarnos tirados. Afortunadamente, conseguimos subir sin problemas y regresamos a Valencia con la satisfacción de haber vivido una tarde perfecta.
Ya en la ciudad, cenamos algo ligero en un bar cercano a nuestro alojamiento. El cansancio acumulado tras madrugar y un día intenso de turismo empezaba a pasarnos factura. Así que, después de cenar, pusimos rumbo a nuestro Airbnb para descansar y reponer fuerzas. Mañana nos esperaba otro día lleno de descubrimientos en esta ciudad que, solo con un día de visita, ya nos había regalado momentos inolvidables.

Juanjo Marcos
Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.
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