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El horizonte como destino

La fascinación por los bordes del mundo

El horizonte como destino

Existe algo casi místico en la línea donde el cielo se encuentra con la tierra o el mar, esa frontera intangible que llamamos horizonte. Desde los albores de la humanidad, el horizonte ha sido simultáneamente un límite y una invitación, una barrera visual y un llamado al viaje.

Los seres humanos hemos sentido siempre una atracción inexplicable hacia esos lugares donde podemos contemplar este fenómeno en su expresión más pura: cabos que se adentran en el océano, acantilados que se precipitan hacia el vacío, miradores que nos elevan por encima del mundo cotidiano.

¿Qué hay detrás de esta fascinación universal? Quizás sea un eco de nuestro pasado evolutivo, cuando la capacidad de otear el horizonte significaba supervivencia. O tal vez responda a algo más existencial: el horizonte como metáfora de nuestras propias limitaciones y, a la vez, de nuestras infinitas posibilidades. A lo largo de mis décadas recorriendo el mundo, he sentido esa llamada irresistible hacia los bordes, hacia esos puntos donde la geografía nos permite contemplar los límites. Este es mi recorrido personal por esos lugares que nos permiten asomarnos al infinito.

El despertar del vértigo: mi primer encuentro con el abismo #

Mi fascinación por los bordes comenzó en los Picos de Europa, concretamente en el mirador de Fuente Dé. Aún recuerdo la primera vez que me asomé a ese balcón natural tras ascender en el teleférico. La sensación fue abrumadora: 800 metros de caída vertical y un valle que se extendía bajo mis pies como una maqueta perfecta. Fue allí donde descubrí ese cosquilleo en el estómago, esa mezcla de temor y fascinación que más tarde buscaría en tantos otros lugares.

El vértigo no era solo físico. Había algo más profundo, una especie de vértigo existencial ante la magnitud del paisaje. Comprendí que esta sensación era parte de lo que nos hace humanos: esa capacidad de sentir asombro, de ser conscientes de nuestra pequeñez frente a la grandiosidad de la naturaleza. Desde aquel día en Fuente Dé, esa mezcla de sensaciones se convertiría en una brújula para mis viajes futuros.

Cuando el mar marca el límite: los finisterres del mundo #

Los antiguos llamaban "finis terrae" a esos lugares donde creían que terminaba el mundo conocido. He tenido el privilegio de visitar dos de los más emblemáticos en la costa atlántica europea: Cabo da Roca en Portugal y Pointe du Raz en la Bretaña francesa. Ambos representan el fin literal de un continente, el punto donde Europa cede paso al inmenso Atlántico.

En Cabo da Roca, el punto más occidental del continente europeo, la sensación es casi mística. Una cruz de piedra y una placa con versos de Camões marcan este "donde la tierra se acaba y el mar comienza". El viento constante, las olas embistiendo contra los acantilados, y ese horizonte infinitamente azul crean una experiencia sensorial completa. Recuerdo haber permanecido allí hasta el atardecer, hipnotizado por la idea de que más allá solo había océano hasta América.

Años después, Pointe du Raz me ofreció una experiencia similar pero con matices distintos. La península bretona se adelgaza hasta convertirse en una lengua rocosa que se adentra en un mar habitualmente embravecido. Los celtas consideraban este lugar como la antesala del más allá, y es fácil entender por qué. Hay algo sobrenatural en el paisaje, especialmente cuando la niebla envuelve las rocas y el faro de la Vieille parece flotar entre el mar y el cielo. Allí entendí que nuestra fascinación por estos finisterres tiene raíces ancestrales, conecta con algo primordial en nuestra psicología.

En el otro extremo del mundo, experimenté una sensación similar pero culturalmente distinta en mi visita a Singapur, específicamente en la isla de Sentosa. Allí se encuentra el "Southernmost Point of Continental Asia", un pequeño islote unido por un puente que marca el punto continental de Asia situado más al sur. La experiencia contrasta enormemente con los acantilados europeos: el mar es tranquilo, la vegetación tropical exuberante, y hay una sensación de orden y diseño que difiere del dramatismo salvaje de Pointe du Raz. Sin embargo, la esencia sigue siendo la misma: estar en un punto límite, en un borde geográfico que marca una frontera. Lo que cambia es el contexto cultural: mientras en Europa estos lugares están impregnados de una mitología antigua y una sensación de melancolía, aquí el punto está celebrado con la precisión geográfica típica de Asia y su optimismo hacia el futuro, como marcando no el fin de algo sino el comienzo de nuevas posibilidades.

Más recientemente, los Sutro Baths de San Francisco me ofrecieron una perspectiva diferente de este concepto de límite marítimo. Estas ruinas de unos antiguos baños públicos, situadas en el extremo occidental de la ciudad, ofrecen una de las vistas más impresionantes del Pacífico. Lo que hace único a este lugar es cómo las estructuras en ruinas enmarcan el océano, creando una especie de ventanas naturales hacia el infinito. Recuerdo haberme sentado en uno de los muros de piedra al atardecer, con el sol hundiéndose lentamente en un Pacífico que se extendía sin límites visibles. El contraste entre las ruinas, vestigios de la ambición humana, y la permanencia del océano generaba una sensación casi poética sobre la fugacidad de nuestras construcciones frente a la eternidad de los elementos naturales. A diferencia de los finisterres tradicionales, aquí el límite no está marcado por un cabo o una punta geográfica, sino por la compleja interacción entre las obras humanas abandonadas y el paisaje natural, creando un tipo distinto de frontera entre tierra y mar.

Entre el cielo y la tierra: los miradores urbanos #

Los rascacielos nos han proporcionado una versión moderna de esa experiencia del límite. El Empire State Building fue mi primera incursión en estos miradores urbanos. Recuerdo la mezcla de emociones al contemplar Manhattan desde su observatorio. A diferencia de los acantilados naturales, aquí el vértigo se combinaba con una sensación de triunfo humano, de cómo hemos sido capaces de crear nuestros propios puntos elevados desde donde contemplar el horizonte.

Años después, el Burj Khalifa en Dubái llevaría esta experiencia a un nivel completamente distinto. A 828 metros, este coloso arquitectónico ofrece una perspectiva que roza lo surreal. Desde su mirador en el piso 148, el mundo parece transformarse en una maqueta. Los rascacielos que normalmente imponen por su altura se ven diminutos, como piezas de un juego de construcción. Las carreteras se convierten en finas líneas y los automóviles en puntos apenas perceptibles. Lo que me impactó no fue tanto el vértigo —a esa altura, paradójicamente, la sensación disminuye porque la mente apenas puede procesar la magnitud del vacío— sino la perspectiva. Es como si por un momento pudieras adoptar la visión de un satélite, observando la ciudad desde una distancia que la hace parecer irreal, abstracta, como un plano más que como un lugar habitado.

Posteriormente, el Umeda Sky Building de Osaka me proporcionó una experiencia distinta pero igualmente intensa. Su "jardín flotante" en lo alto, con su observatorio circular y abierto, crea una sensación única de ingravidez. A 173 metros de altura y sin cristales que se interpongan entre tú y el vacío, la sensación es de completa exposición. La primera vez que me asomé a su borde, sentí un respeto reverencial por la ingeniería que hacía posible esa experiencia, combinado con el inevitable vértigo que producía la altura.

Estos miradores urbanos nos ofrecen una perspectiva distinta: no es la naturaleza la que nos enfrenta a nuestros límites, sino nuestras propias creaciones. Es como si, a través de la arquitectura, buscáramos replicar artificialmente esa experiencia primigenia del borde, esa sensación de estar suspendidos entre la seguridad y el abismo.

El desafío del cristal: cuando el vacío está bajo tus pies #

Mi relación con el límite tomó un giro completamente nuevo durante mi visita al Shanghai World Financial Center. Fue mi primer encuentro con un mirador que incorporaba suelos de cristal. El famoso "skywalk" en el piso 100, a 474 metros de altura, representó un desafío a mis instintos más básicos. Más que la altura en sí misma, lo que resultaba perturbador era pisar esa superficie transparente. Recuerdo perfectamente mi vacilación inicial: un pie en la zona opaca, otro aún sin atreverse a pisar el cristal. La disonancia cognitiva era fascinante: mi mente racional sabía que era seguro, pero algo primitivo en mi cerebro se resistía, interpretando esa transparencia como un peligro. Finalmente, el impulso de experimentar plenamente el lugar superó la aprensión. Caminar sobre ese suelo transparente, con la ciudad de Shanghai extendiéndose bajo mis pies como un organismo vivo, generó una sensación indescriptible de suspensión, como si hubiera trascendido las limitaciones físicas naturales.

Esta experiencia se amplificaría años después con mi visita al Pilar 7 en Lisboa. Aunque a menor altura que el mirador de Shanghai, el Centro Interpretativo del Puente 25 de Abril ofrece una perspectiva única con su pequeña plataforma de vidrio. Lo que hace especial a este mirador es su contexto: no estás sobre una ciudad, sino sobre un punto de cruce, una estructura de ingeniería que conecta dos partes separadas por el agua. La sensación es distinta: el vértigo se mezcla con la apreciación por la obra humana, por ese puente que, visto desde arriba y a través del suelo transparente, parece una obra artística además de funcional.

Esta experiencia amplificó mi percepción sobre los límites geográficos y cómo diferentes culturas los interpretan.

Estos miradores con suelo de cristal representan quizás la evolución más reciente de nuestra fascinación por los bordes. No se trata ya solo de asomarnos al abismo, sino de situarnos literalmente sobre él, separados únicamente por un material que nuestros sentidos apenas perciben. Es la culminación de esa tensión entre el temor y la atracción que caracteriza nuestra relación con los límites.

La fotografía: mi lucha por capturar lo inconmensurable #

A lo largo de los años, he intentado capturar con mi cámara esas experiencias límite. Desde los acantilados de Moher en Irlanda hasta los miradores sobre la majestuosa cascada de Goðafoss en Islandia, he acumulado cientos de fotografías de horizontes. Este último lugar me impactó de manera particular: no era un mirador sobre el mar, sino sobre una fuerza de la naturaleza en plena acción. Las aguas del río Skjálfandafljót precipitándose por un semicírculo rocoso de 30 metros de ancho, con esa característica forma de herradura que le da su nombre ("Cascada de los Dioses"), ofrecían una experiencia sensorial completa. El rugido constante del agua, la bruma que ascendía creando pequeños arcoíris, y esa sensación de poder incontrolable generaban un tipo distinto de vértigo. Y sin embargo, al revisar mis fotografías, siempre he sentido que las imágenes no hacen justicia a la experiencia.

¿Cómo capturar en dos dimensiones esa sensación envolvente de estar en el borde? ¿Cómo transmitir el vértigo, el viento, el sonido distante de las olas rompiendo contra las rocas? La fotografía puede registrar el paisaje, pero no las sensaciones, no ese estado mental particular que se produce cuando estamos físicamente en esos lugares límite.

Con el tiempo, he entendido que mis fotografías no son tanto un intento de documentar el paisaje como de recordarme a mí mismo esa experiencia interior. Son anclas para la memoria, disparadores que me permiten revivir, aunque sea parcialmente, esas sensaciones. Y quizás esa sea su verdadera función: no tanto mostrar lo que vi, sino evocar lo que sentí.

Horizontes personales: lo que aprendí en los bordes #

Cada uno de estos lugares me ha enseñado algo sobre mí mismo. En Fuente Dé descubrí mi fascinación por los bordes. En Cabo da Roca aprendí a valorar la soledad contemplativa frente a la inmensidad. En el Burj Khalifa experimenté cómo la perspectiva extrema puede transformar nuestra percepción del mundo. En el Shanghai World Financial Center enfrenté el contraste entre lo que mis ojos veían (el vacío) y lo que mi mente sabía (estaba seguro). En los Sutro Baths de San Francisco contemplé cómo la naturaleza enmarca sus propios horizontes, convirtiendo las ruinas humanas en ventanas hacia lo eterno.

Pero más allá de estas lecciones específicas, lo que estos lugares me han proporcionado es una forma particular de conectar con el mundo. En esos puntos donde la tierra parece acabarse, donde nuestra mirada puede extenderse sin obstáculos hasta el horizonte, existe una oportunidad única para la introspección. Es como si esos espacios abiertos crearan también una apertura interior, una expansión de la conciencia.

Paradójicamente, es en esos bordes geográficos donde más me he sentido en el centro de mí mismo. Quizás porque nos sitúan en una perspectiva justa: ni tan lejos que perdamos nuestra individualidad, ni tan cerca que no podamos ver el conjunto. Nos colocan en ese punto preciso donde podemos sentirnos simultáneamente insignificantes ante la inmensidad y enriquecidos por formar parte de ella.

Reflexión final: el horizonte como metáfora del viaje #

Después de décadas visitando bordes, acantilados y miradores por todo el mundo, he llegado a entender que mi fascinación por estos lugares es, en realidad, una metáfora de lo que significa viajar, y por extensión, de lo que significa vivir. Todo viaje auténtico nos sitúa en un borde: entre lo conocido y lo desconocido, entre lo familiar y lo extraño, entre quien éramos al partir y quien seremos al regresar.

El horizonte, siempre visible pero nunca alcanzable, simboliza perfectamente esa naturaleza del viaje como búsqueda constante. En su etimología griega, "horizein" significa "limitar, definir", y es precisamente en estos límites donde paradójicamente encontramos nuestra definición más auténtica. Es en el borde donde nos descubrimos, donde la tensión entre el aquí y el allá nos revela aspectos de nosotros mismos que la cotidianidad mantiene ocultos.

Cuando estoy en un cabo mirando al mar, en un rascacielos contemplando una ciudad que se extiende hasta donde alcanza la vista, o en una pasarela de cristal desafiando mi percepción del espacio, estoy experimentando en su forma más pura lo que significa ser un viajero: situarme en ese punto preciso donde lo que conozco termina y comienza lo que está por descubrir.

Y quizás por eso seguimos buscando esos lugares límite, esos miradores extremos, esos finisterres donde la tierra se acaba. No solo por la belleza del paisaje o por la intensidad de la experiencia, sino porque nos recuerdan, de la forma más directa posible, que nuestra vida es también un viaje hacia un horizonte personal que siempre se desplaza a medida que avanzamos. En palabras del filósofo Karl Jaspers, "el hombre es siempre más de lo que sabe de sí mismo", y en estos lugares límite, frente al horizonte infinito, intuimos esa vastedad inabarcable de nuestro propio ser.

El horizonte, ese destino imposible que nunca alcanzaremos del todo, sigue llamándonos. Y en esa tensión entre nuestra finitud y la infinitud que contemplamos, quizás resida el verdadero sentido de nuestros viajes: no conquistar el horizonte, sino dejarnos transformar por su contemplación, por ese diálogo silencioso entre lo que somos y lo que se extiende más allá de nuestra mirada.

Foto de perfir de Juanjo Marcos

Juanjo Marcos

Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.

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