Han pasado apenas unas semanas desde nuestro regreso de Angulema y todavía me sorprende la viveza con que permanecen grabados en mi memoria ciertos momentos, olores, sabores y, sobre todo, sensaciones de esta Semana Santa. Quizás sea porque hay lugares que visitamos y otros que verdaderamente vivimos, y Angulema pertenece sin duda a esta segunda categoría.
Cuando el cómic cobra vida #
Si tuviera que destacar un solo aspecto de Angulema, sería sin duda su extraordinaria relación con el cómic. Como apasionado del noveno arte desde mi infancia, encontrarme con una ciudad entera que respira viñetas fue una experiencia casi mística. Aquellos murales que descubrimos casualmente en nuestro primer paseo vespertino resultaron ser solo la punta del iceberg de un universo gráfico que se desplegaba ante nosotros con cada esquina que doblábamos.
Lo que hace especial a Angulema no es solo la cantidad de referencias al cómic que alberga, sino la naturalidad con que estas se integran en el paisaje urbano. No se trata de un parque temático artificial ni de decoraciones efímeras; los murales dialogan con la arquitectura, los personajes habitan las fachadas como si siempre hubieran estado allí. Es como si la ciudad hubiera decidido un día que la mejor manera de reinventarse era abrazando el arte secuencial, y lo hubiera hecho con tal convicción que resulta imposible imaginar Angulema sin sus viñetas gigantes.
Aquellos dos pósters que compré en la tienda del museo, tras mi memorable intercambio lingüístico con el dependiente, ocupan ya un lugar privilegiado en las paredes de mi casa. Acabo de enmarcarlos la semana pasada y cada vez que los miro, no solo recuerdo el viaje, sino que revivo aquella sensación de descubrimiento, aquel momento en que comprendí que el cómic puede trascender las páginas de un álbum para convertirse en parte integral del patrimonio cultural y la identidad de una ciudad.
La magia del buen tiempo #
No puedo evitar pensar en qué medida el clima excepcional que nos acompañó influyó en nuestra percepción de Angulema. Esta Semana Santa ha sido particularmente generosa: días luminosos, temperaturas primaverales que invitaban a pasear sin la pesadez del abrigo, y atardeceres prolongados que bañaban la piedra caliza de los edificios con una luz dorada casi irreal.
Recuerdo especialmente nuestras cenas en terrazas al aire libre, un lujo inesperado para el mes de abril. El café de la mañana saboreado en una plaza soleada mientras observábamos el despertar de la ciudad. Los helados artesanales degustados mientras recorríamos las murallas, con el valle del Charente desplegándose a nuestros pies. Pequeños momentos de dicha que probablemente no habrían sido posibles bajo un cielo gris o una lluvia persistente.
¿Habríamos disfrutado igualmente de Angulema con mal tiempo? Seguramente sí, pero de una manera diferente. La ciudad tiene suficientes atractivos cubiertos, desde su magnífico Museo del Cómic hasta su catedral de impresionante fachada esculpida. Sin embargo, no puedo negar que aquel sol radiante transformó nuestra visita en algo especial, permitiéndonos descubrir la ciudad a pie, sin prisas, deteniéndonos en cada rincón interesante sin la incomodidad de la lluvia o el frío.
El ritmo pausado como lujo contemporáneo #
Uno de los aspectos que más valoro al recordar nuestros días en Angulema es el ritmo pausado con que pudimos disfrutar de la ciudad. Lejos de las aglomeraciones turísticas de destinos más populares, Angulema nos ha permitido pasear sin prisas, detenernos cuando algo captaba nuestra atención y explorar callejuelas sin un itinerario estricto.
Este tempo sosegado es precisamente lo que echo de menos en nuestra vida cotidiana, siempre acelerada, siempre pendiente del reloj. En Angulema redescubrí el placer de tomarme un café sin mirar constantemente el teléfono, de contemplar un edificio histórico durante media hora o de sentarme en un banco a ver pasar la vida sin sentir que estaba "perdiendo el tiempo".
Recuerdo especialmente la primera tarde, cuando nos detuvimos en una pequeña plaza soleada. Sin haberlo planeado, pasamos más de una hora simplemente sentados, conversando sobre lo que habíamos visto, mientras observábamos a un grupo de niños locales jugar en la calle. Ese momento, aparentemente insignificante, encierra para mí la esencia de lo que debe ser viajar: no solo acumular visitas y fotografías, sino permitirse existir plenamente en un lugar diferente, absorber su atmósfera, su ritmo vital.
Los detalles que marcan la diferencia #
Son a menudo los pequeños detalles inesperados los que convierten un viaje normal en una experiencia memorable. En el caso de Angulema, estos momentos surgieron en las interacciones cotidianas: la amabilidad de un camarero que se esforzó por recomendarnos especialidades locales pese a nuestro limitado francés, o la pareja de ancianos que nos señaló un atajo para llegar a uno de los miradores más espectaculares cuando nos vieron consultando el mapa con expresión confusa.
Recuerdo especialmente un momento durante nuestro segundo día. Estábamos contemplando uno de los murales más impresionantes cuando un hombre mayor se detuvo a nuestro lado. En un castellano sorprendentemente bueno nos explicó que había trabajado como entintador para varias editoriales de cómics en los años 70 y ahora, jubilado, servía como guía voluntario ocasional. Dedicó casi media hora a explicarnos técnicas, anécdotas y secretos del oficio que jamás habríamos descubierto por nuestra cuenta. Estos encuentros fortuitos, imposibles de planificar, acaban convirtiéndose en los recuerdos más valiosos.
La gastronomía como parte del viaje #
Aunque no he dedicado mucho espacio en mis relatos anteriores a la gastronomía, no puedo cerrar estas reflexiones sin mencionar la importancia que tuvo en nuestra experiencia. La región de Charente ofrece una cocina tradicional francesa alejada de los excesos del refinamiento parisino, honesta y arraigada en productos locales de calidad.
Todavía puedo rememorar el sabor del "charentais farci", una especialidad local a base de verduras y carne que probamos en un pequeño restaurante familiar regentado por una pareja encantadora. O aquel foie gras artesanal acompañado de confituras de higos que degustamos como entrante en una cena memorable. Sin olvidar los deliciosos pasteles de mantequilla que comprábamos cada mañana en una pastelería cercana al hotel, cuyo aroma invadía la calle desde primera hora.
La gastronomía charentesa, menos conocida internacionalmente que la de otras regiones francesas, merece sin duda mayor reconocimiento. Sus platos sencillos pero sabrosos, basados en tradiciones centenarias y productos de proximidad, constituyen un reflejo perfecto del carácter de Angulema: auténtica, sin pretensiones, pero capaz de dejarte una huella duradera.
Lo que nos llevamos de vuelta #
Cuando emprendimos el regreso a Bilbao aquel viernes, con la parada en Burdeos como dulce epílogo de nuestro viaje, llevaba mucho más que los dos pósters cuidadosamente enrollados en mi mochila o las botellas de Cognac que compramos como souvenir. Me llevaba una nueva perspectiva, un descubrimiento personal, una ciudad que había pasado de ser un punto más en el mapa a convertirse en un lugar con significado emocional.
Angulema me ha enseñado que viajar no siempre significa buscar los destinos más exóticos o populares. A veces, las experiencias más enriquecedoras se encuentran en esos lugares intermedios, menos frecuentados por las masas turísticas, donde aún es posible sentir que estás descubriendo algo relativamente intacto. Ciudades como Angulema, que han sabido reinventarse sin perder su esencia, que han encontrado en su patrimonio cultural la clave para proyectarse hacia el futuro.
Quizás lo que más valoro de este viaje reciente es precisamente su carácter inesperado. No fuimos a Angulema por ser un destino de moda o por aparecer en las listas de lugares imprescindibles. Fuimos casi por casualidad, siguiendo el consejo de un conocido que la había visitado el año anterior. Y esa ausencia de expectativas desmesuradas permitió que cada descubrimiento fuera genuino, cada experiencia una sorpresa agradable.
Ya he recomendado Angulema a varios amigos que planean escapadas para este verano. Porque hay lugares que visitamos y otros que nos visitan a nosotros, dejando una huella que perdura mucho después de haber regresado a casa. Angulema, con sus murales de cómic, sus calles empinadas, su luz dorada y su ritmo pausado, es definitivamente uno de estos últimos.
Estoy convencido de que volveré a recorrer sus calles, quizás durante su famoso Festival Internacional del Cómic que se celebra cada enero. Me tienta especialmente la idea de ver la ciudad transformada por ese evento, con las calles llenas de aficionados, artistas invitados y expositores de todo el mundo. Mientras tanto, me queda el consuelo de aquellos pósters recién enmarcados y de estos artículos, donde he intentado capturar algo de la magia de ese pequeño rincón de Francia que, sin esperarlo, nos robó el corazón esta Semana Santa.

Juanjo Marcos
Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.
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