Hay algo especial en el último día de un viaje. Una mezcla de nostalgia anticipada y el deseo de exprimir cada minuto que nos queda. Este 12 de octubre en Nueva York no iba a ser diferente, aunque el destino tenía preparadas algunas sorpresas que convertirían nuestro adiós a la Gran Manzana en una auténtica montaña rusa de emociones.
La majestuosidad de la Biblioteca Pública de Nueva York #
La mañana comenzó con una visita a la Biblioteca Pública de Nueva York, ese imponente edificio de estilo Beaux-Arts que ha servido como escenario para innumerables producciones cinematográficas. Desde el momento en que se cruzan sus puertas, uno no puede evitar sentirse transportado a otra época.
Los leones de mármol Patience y Fortitude, guardianes silenciosos de la sabiduría contenida en sus muros, nos recibieron con su habitual solemnidad. El interior no decepciona: techos artesonados, escaleras de mármol y esa combinación perfecta entre funcionalidad y belleza arquitectónica que caracteriza a las grandes bibliotecas del mundo.
La sala de lectura principal Rose, con sus mesas de roble iluminadas por lámparas de bronce y ventanales que dejan entrar una luz casi celestial, invita al recogimiento y la contemplación. Incluso para alguien que solo está de visita, resulta fácil entender por qué tantos escritores, estudiantes e investigadores consideran este espacio como un santuario.
El Rockefeller Center se prepara para el invierno #
Al salir de la biblioteca, nuestros pasos nos llevaron hasta el Rockefeller Center, donde ya se podían ver los preparativos para la temporada invernal. La famosa pista de hielo ya estaba instalada, y los primeros patinadores se aventuraban a usarla desde la mañana.
Ver ese espacio circular rodeado por las banderas de diferentes naciones y coronado por el edificio GE (anteriormente RCA) me hizo pensar en las icónicas imágenes navideñas de Nueva York que hemos visto tantas veces en películas como "Solo en casa 2" o "Serendipity". En pocas semanas, ese mismo lugar estaría abarrotado de patinadores deslizándose bajo las luces navideñas, con el majestuoso árbol de Navidad presidiendo la escena.


La sede de Naciones Unidas: diplomacia a orillas del East River #
Nuestra siguiente parada fue el complejo de las Naciones Unidas, ese territorio internacional en pleno Manhattan donde diariamente se toman decisiones que afectan al mundo entero. Por cuestiones de tiempo, solo pudimos visitar el exterior, pero aun así resulta impresionante contemplar ese edificio de cristal de 39 pisos, emblema de la diplomacia mundial, reflejando el cielo neoyorquino mientras las banderas de los países miembros ondean en perfecta armonía.
Aunque no pudimos entrar para ver la Asamblea General o el Consejo de Seguridad, el simple hecho de estar frente a esa institución que representa el sueño de un mundo más pacífico y justo tiene algo de sobrecogedor. Me quedé un momento observando el "Swords into Plowshares", esa escultura de Evgeniy Vuchetich que simboliza la transformación de las armas en herramientas de progreso, pensando en lo mucho que el mundo sigue necesitando ese mensaje.


Un desfile inesperado: la Hispanidad en Manhattan #
Lo que no esperábamos al dirigirnos hacia la Quinta Avenida era encontrarnos con el colorido y vibrante Desfile de la Hispanidad. Miles de personas celebrando sus raíces hispanas en pleno corazón de Manhattan, con banderas, música, bailes tradicionales y ese orgullo cultural que trasciende fronteras y generaciones.
Ver la Quinta Avenida, esa arteria comercial por excelencia, convertida en un río multicolor donde se mezclaban acentos de todos los rincones del mundo hispano fue una de esas coincidencias felices que ninguna guía de viajes puede prever. Mexicanos con sus sombreros, dominicanos bailando merengue, argentinos con sus banderas celestes y blancas, españoles con sus trajes regionales... Todos unidos en una celebración que demostraba, una vez más, la naturaleza multicultural de Nueva York.
Me detuve a contemplar un grupo de bailarines ecuatorianos que ejecutaban una danza tradicional con tal precisión y alegría que resultaba imposible no sonreír. A mi lado, un niño puertorriqueño nacido probablemente en Nueva York preguntaba a su abuela el significado de cada movimiento, en ese spanglish tan característico. Era la viva imagen de cómo las culturas se entrelazan y perduran incluso lejos de sus lugares de origen.






Una carrera contra reloj hacia Newark #
Y entonces llegó ese momento que todo viajero teme: el regreso a casa con complicaciones inesperadas. Habíamos planificado llegar al aeropuerto JFK con cuatro horas de antelación, siguiendo esos consejos que siempre se dan tras los atentados del 11-S, pero al llegar nos encontramos con la noticia de que nuestro vuelo había sido cancelado.
En lugar de la esperable desesperación, nos entregaron un vale para tomar un taxi hasta el aeropuerto de Newark en Nueva Jersey, desde donde saldría nuestro vuelo alternativo. Lo que debía ser una tarde de espera tranquila en las instalaciones de JFK se transformó en una carrera frenética a través de dos estados.
Nuestro taxista, un hombre de origen bengalí con un conocimiento enciclopédico de las calles de Nueva York, se convirtió en el héroe involuntario de nuestra odisea. "No worry, friend, I get you there on time", repetía mientras esquivaba con pericia el tráfico infernal de la ciudad. A través del túnel Holland, con el Hudson a nuestros pies y Nueva Jersey en el horizonte, no podía evitar mirar constantemente mi reloj y calcular los minutos que nos quedaban.
Final feliz en Newark #
El control de seguridad en Newark lo pasamos prácticamente corriendo, con esa mezcla de urgencia y resignación que caracteriza a quienes saben que su destino ya no está en sus manos. Una carrera por los pasillos interminables del aeropuerto, maletas rebotando en el suelo y la respiración entrecortada, para llegar a la puerta de embarque cuando ya estaban embarcando los últimos pasajeros.
"Last call for passengers to Rome", resonaba por la megafonía mientras entregábamos nuestras tarjetas de embarque con manos temblorosas por el esfuerzo y la ansiedad. La azafata de tierra nos recibió con esa sonrisa profesional que no delataba si estaba molesta por nuestra tardanza o aliviada de no tener que descargar nuestro equipaje.
Ya en nuestros asientos, mientras el avión iniciaba el rodaje hacia la pista, pude por fin respirar tranquilo y echar una última mirada al skyline de Manhattan que se dibujaba a lo lejos. Seis días intensos resumidos en esa silueta inconfundible que ahora dejábamos atrás, con la promesa silenciosa de regresar algún día.
A pesar de los nervios y las prisas de última hora, todo había salido bien. Y mientras el avión despegaba, llevándonos de vuelta a casa, pensé que incluso ese final accidentado formaba parte de la experiencia neoyorquina: impredecible, intensa y siempre dejándote con ganas de más.

Juanjo Marcos
Desarrollador y diseñador web actualmente afincado en Bilbao. Desde que tengo uso de razón viajar es una de mis grandes pasiones, junto a la tecnología, la fotografía y los largos paseos sin rumbo definido.
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